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Tengo escondido en la cómoda de mi dormitorio un frasquito de silencio. Lo guardo al fondo del cajón de los calcetines desparejados y unas bufandas que nunca uso, donde nadie puede sospechar que repose algo tan preciado y ningún ladrón tenga la tentación de arrebatármelo. ... Porque el silencio que conservo ahí en secreto no es un silencio cualquiera. Se trata de un silencio puro, cristalino, sin aditivos. Un silencio de los que ya no hay. Nada que ver con esos de marca blanca que parecen impolutos, casi gaseosos, pero que en cuanto lo sacas de su envoltorio se ennegrecen y acaban desprendiendo un zumbido tenue pero insoportable. Mi silencio es de primera. Lo aprecio tanto que lo utilizo con mesura para estirar cada dosis. Sobre todo por la noche, cuando algún macarra pasa con el coche a toda velocidad por la calle vacía haciendo rugir el motor para quebrar los sueños. Saco el frasco, rocío mínimamente la casa y las paredes mutan en un búnker. Entonces el ruido se diluye, las vibraciones desaparecen de golpe y vuelve el delicioso sonido de la nada. Tampoco me resisto a echar unas gotas los días que el vecino llega tarde y su perro no deja de ladrar en el piso de arriba esperando que alguien lo saque a mear. Cuando sus ladridos como sollozos se cuelan por el conducto del aire y los poros del ladrillo, basta simplemente con abrir el recipiente de silencio para que sus gritos caninos se ahoguen a la orilla de mis oídos. Aunque cuando de verdad más aprecio mi pequeña joya es si estoy rodeado de gente que se conjura para hablar a la vez. Cada vez más alto, más cerca, más alto. Y todos discuten. Y uno me grita a un centímetro de la cara. Y alguien alza la voz para pedir otra ronda desde la distancia. Y los de al lado se ríen a carcajadas. Y alguno tose. Y la música atrona. Y el camión de la basura pasa volcando toneladas de cristales del contenedor verde. Entonces, directamente, doy un traguito al silencio que sabe a calma dulce.
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