Puigdemont planteó ayer la necesidad de que tras las elecciones autonómicas del 14-F JxCat y ERC restituyan su pacto pero con «bases nuevas» después de una legislatura marcada por la desconfianza mutua. ERC se ha apresurado a manifestar que no tiene inconveniente en ello, pero que en todo caso piensa sumar a la mayoría de gobierno al PDeCAT, a la CUP y a los comunes. La emergencia del PSC, que se ha acentuado al anunciarse que Salvador Illa será el candidato, ha supuesto que el debate catalán ya no sólo sea entre soberanistas y no soberanistas, sino también sobre la gestión. ERC y el PDeCAT han reprochado a los neoconvergentes de Puigdemont que se mantengan fieles al «cuanto peor, mejor», lo que perjudica los intereses de los catalanes. Y es patente que en tanto la izquierda nacionalista, la fuerza de Artur Mas y los comunes se plantean la posibilidad de una solución negociada del conflicto abierto, Puigdemont solo contempla la ruptura. La cerrazón de Puigdemont está vinculada a su excentricidad. Si en Cataluña se abre el camino del diálogo, él quedará por ahora colgado de la brocha en Waterloo, sin posibilidad real de regresar a corto plazo. Por eso necesita la algarada y el grito en lugar de la racionalidad, el diálogo y la política.
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