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Apoltronado en su lujosa residencia de Waterloo (Bélgica), Carles Puigdemont contempla a través de la televisión las peligrosas protestas que él inspira, si es que no dirige, contra las sentencias de quienes siguieron sus instrucciones de violar las leyes y, cobardemente, huyendo como un conejo ... asustado, abandonó a su suerte en cuanto intervino la Justicia. El expresident recuerda estos días la leyenda que a lo largo de la historia empañó la figura del emperador Nerón tocando la lira mientras contemplaba las llamas, que él había mandado encender, y estaban devorando la ciudad de Roma.
Lo que está ocurriendo es muy revelador de la calaña de los dos personajes que se ocultan detrás de los incidentes, uno en su escondrijo en Bruselas y el otro, su cabeza de turco, tras los muros de la Generalitat. Los dos, Puigdemont y Torra, aman tanto a Cataluña que están dispuestos a destrozarla. Y lo más grave, lo están consiguiendo. Sus esbirros, disfrazados de manifestantes pacíficos, están causando daños incalculables en las infraestructuras urbanas, perturbando la tranquilidad y amenazando la seguridad de todos los ciudadanos, incluidos los independentistas, alterando el orden y proyectando una imagen internacional deplorable.
Cataluña era una región respetada por el resto del mundo y Barcelona una de las ciudades más atractivas del Mediterráneo. La violencia salvaje de estos días la convierte en una ciudad sin ley, tercermundista, donde unos pocos, con la bendición superior, ahuyentan a los visitantes, frenan cualquier posibilidad de desarrollo y siembran el ejemplo más deplorable contra la libertad y la convivencia. Mientras tanto, Torra, el president de prestado, no puede condenar a quienes montan barricadas, queman contenedores, rompen escaparates y amenazan a los ciudadanos porque son sus criaturas bien mandadas.
Mientras Puigdemont disfruta de los mejillones recién pescados en Bruselas, las instituciones belgas y buena parte de sus autoridades evidencian, dilatando la euroorden de extradición con cualquier disculpa, que son el país de Europa con estructuras administrativas más frágiles, un Gobierno siempre condicionado a las exigencias de los separatistas flamencos y el país más expuesto a romperse en cualquier momento. La Unión Europea debería permanecer más alerta ante el medio centenar de movimientos independentistas que aloja y protege su capital. Algo funciona mal cuando el país elegido para alojar la capitalidad de los veintisiete que se han unido en la defensa de sus leyes e intereses, y aspiran a integrarse más, sea el que se apresta a refugiar a alguien que intenta desunirlos, y cuenta en el empeño con la complicidad y el respaldo de todo el secesionismo continental. Ni Puigdemont ni de paso Torra pasarán a la historia de Cataluña como héroes; todo lo contrario: su trayectoria y fanatismo en la negación de la realidad les predestina, igual que le ocurrió a Nerón, a la condición de deleznables.
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