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Sherlock Holmes murió en las cataratas suizas de Reichenbach en 1893, pero resucitó nueve años después; Arthur Conan Doyle tuvo que ceder a las innumerables cartas de los lectores, a la presión de sus editores y a la insistencia de su propia madre, quien le ... gritó «¡No lo harás! ¡No puedes! ¡No debes!», cuando se enteró de que su hijo pensaba poner punto final a las aventuras de Sherlock y de Moriarty con un simple gorgoteo en aquellas espumosas aguas alpinas.
El público, siempre implacable, quiere decidirlo todo y a la vez que le sorprendan. Es una de esas paradojas que lleva ocurriendo toda la vida en el mundo del entretenimiento, pero cuando de verdad sucede algo inesperado, un final abrupto, un protagonista muerto, un giro de guión extraño, todo son quejas y pataleos. Ocurrió con Sherlock Holmes y también con 'Grandes Esperanzas', que Dickens tuvo que reescribir para que el final fuera más feliz que el original. Es lo mismo que pasó con Ridley Scott, quien rodó un final alternativo para 'Blade Runner' porque al personal no le gustaba el cierre perfecto, sombrío y lleno de interrogantes con el que acababa la película.
Ocurre que en la ficción queremos ser todo lo que no nos es posible en la vida real: protagonistas, guionistas y directores de la historia, por eso estos días millones de personas claman por un final diferente para 'Juego de Tronos'. Yo la dejé al terminar la segunda temporada, cuando vi que la serie ya no era fiel a las novelas y porque además George R.R. Martin no tenía ninguna prisa por finalizar la saga. Ahora que ya ha terminado con enorme decepción para tantos espectadores, seguramente la retome. Haré como aquel señor francés que narra Juan Tallón en 'Salvaje Oeste', «que aborrecía tanto la Torre Eiffel que muchos días se iba a comer debajo de ella, para no verla». Al fin y al cabo ver series no es más que una forma de evadirse y de perder el tiempo como cualquier otra. Algunas me han entretenido mucho a pesar de sus finales nefastos, como 'Perdidos'. Recordar esas series lamentables es igual que contemplar la vieja colección de pins que tanto me costó reunir en los 90; un sinsentido total, una cosa perfectamente absurda y a la vez apasionante.
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