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No iba a ser fácil cumplir su último deseo. Hacía meses que se lo había prometido pero cada minuto, cada hora, cada día, cada noche, al atardecer o al alba, él dudaba. Ella estaba firme en su decisión, hacía tiempo que había hecho de la ... muerte su única esperanza. A él, la angustia le comía por dentro. Había aprendido a vivir entre dos zozobras. La que le devoraba cuando se sentía incapaz de cumplir la promesa y la que los gritos de dolor de María José le inoculaban en el recóndito lugar de la mente del que dicen que brota la piedad.
Recordaba aquel tiempo, cuando la enfermedad comenzó a manifestarse con rotundidad. Ella quiso morir y él le dijo que no lo abandonara, que todavía les quedaba un pequeño horizonte de felicidad. Aún podían tenerse el uno al otro, unirse en el amor sereno, en el placer de las aficiones compartidas. Recordó aquella tarde en el teatro. La llevó en la silla de ruedas. ¡Cómo olvidar que entonces todavía sonreía!
Ella padecía lo indecible. Ángel percibía cualquier alteración de su rostro, cuando el dolor la invadía adivinaba la súplica de ayuda en su mirada. Él disimulaba cuando podía, claro. El sufrimiento le empujaba a la desesperación, sin alivio ni de día ni de noche, la enfermedad era una tortura lenta que no mataba su cuerpo pero destruía su alma. Cada mañana mientras limpiaba su rostro con una toallita veía, en el dibujo roto de sus labios, el reflejo de aquella sonrisa cálida que le había hecho sentir escalofríos en aquel tiempo inacabado. Entonces dudaba. Lavaba aquellas manos tan queridas que tanto le habían acariciado y que ya no respondían a su tacto. Y dudaba. Hidrataba aquella zona húmeda de su cuerpo que con tanta pasión ella le había entregado y que con tanto deseo él había frecuentado. Y de nuevo, dudaba. Después, en la soledad del sueño, él también lloraba.
Aquel día volvieron a hablar del único asunto que aliviaba su abatimiento:
- «Quiero el final. Cuanto antes, mejor» -le insistió- «Quiero morirme».
La fórmula que utilizarían sería la que ella misma eligió cuando sus manos todavía obedecían las órdenes que generaba su mente con el objeto de consolar su corazón. Consiguió el pentobarbital en Internet, iba ya para tres años. Así que aquella mañana, tras el aseo habitual, Ángel le preguntó:
- Te lo doy entonces. No es mucho, pero puede que sepa mal, o sea, que tienes que soportarlo. ¿Estás decidida?
- Sí, ya.
- Pues adelante. A ver, dame la mano, que quiero notar la ausencia definitiva de tu sufrimiento. Tranquila, ahora te dormirás enseguida.
Cuando ella alcanzó el sosiego, él sintió la ausencia y compartió su paz. Recordó aquellas palabras que ella le dijo cuando compró el pentobarbital:
- Cuando me haya ido, piensa en el infinito y me encontrarás.
***
Ángel llamó a los servicios de emergencia, contó lo que había hecho y fue detenido. Toda España conoció la noticia.
Conmociona la piedad de este hombre que amó con ternura hasta el final. La vida ya es suficientemente dura para pedir héroes que superen el dolor infinito de la enfermedad. Solo los intolerantes que jamás se ponen en la piel del otro pueden negar el problema y juzgar a los demás anteponiendo prejuicios ideológicos a la regulación legal de una muerte digna. La mayoría de los españoles (casi el 80%) está a favor desde hace tiempo. Muchos sufren en silencio situaciones semejantes, para algunos hoy es ya demasiado tarde. Este es mi sincero testimonio de solidaridad con María José y con Ángel. Confío en que él no tenga que pasar ahora por una nueva tortura judicial. Me sumo al clamor que nace del corazón de muchos ciudadanos españoles hartos de esperar una ley que nunca llega.
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