Cada tres por dos una operadora telefónica -o una entidad financiera o un hipermercado o una cadena hotelera- exigen nuevas contraseñas, lo más egipcias posible, en pro de la privacidad, ese intocable rincón de la persona a la que sin permiso nadie debe acceder ... ni desvelar. Las nuevas normas y compromisos de privacidad encriptan enlaces entre las partes con tal eficacia que en menos que canta el consabido gallo llega de no se sabe dónde una cascada de ofertas personalizadas, con nombre, apellidos y hasta geografía exacta de alevosos lunares. Hoy, todo es público. Hoy, todo quiere ser privado, único e inaccesible. Y todo es de todos. El más todo de todos es el Estado, la administración pública que por contrato social tutela los derechos y anhelos de los ciudadanos, a su pesar en ocasiones, como las leyes que protegen la insalud voluntariamente buscada; la del tabaco, la de la velocidad en carreteras, la del alcohol (el vino es alimento)
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Es una guerra perdida entre el respeto a la privacidad y la rentable difusión de todo lo que se sabe de todos para todos. Nuevas normas, nuevos modos. Ejemplo quizá anecdótico es la innovación informática caída del cielo estos días en las consultas del Hospital San Pedro. Con el razonamiento bisagra de que «aquí nos conocemos todos» hay que instaurar la privacidad/ y como «aquí nos conocemos todos» la privacidad es un imposible metafísico que las sesiones de cada día certifican. Para disimular ese multitudinario conocimiento se ha contratado a un ángel de la guarda vestido de cajero automático que reparte cita a pacientes con cita ya citada, la mimada y manoseada cartita blanca y sus esperanzadoras estrellitas azules, con nombre, hora, doctor, especialidad y número de consulta, que ahora se abduce y trasmuta en un ticket como los del hiper, papelín al que acaban de descubrir devastadores efectos cancerígenos. El cacharrillo certifica que el paciente lleva el papel y que se lleva a sí mismo, pero que a sí mismo se lleva de incógnito, porque él/ella ya no son Jacinto/a García, sino M5Q y DS3H. El cromo M5Q apostilla con fina coña: (la hora es la de presentación en consulta, no la de atención) Queda claro, tecnología punta, toda; milagros, ni uno.
La privacidad, divino tesoro, llega para invadir y aislar el territorio. Todos callaos, sólo habla la pantalla, el plástico plasmático, el plexiglas. A la habitual tele muda de emisión deportiva, ejemplo de corpore sano del que muy pocos aprenden, se añade la que indica el número marciano y lo canta con varonil voz. El estupor corta el murmullo de conversaciones sutilmente públicas entre los pacientes que ya se conocían de toda la vida, que acatan y callan. Quizá sea el efecto secundario buscado, enmudecer los coloquios habituales que atacan la privacidad; «tú, por aquí», «pos, ya ves, el hígado que se resiente», «a ver cuándo nos encontramos en mejores circunstancias». Diálogos de conocidos de toda la vida que ya están al otro lado de la privacidad buscada, y, porque las ciencias adelantan que es una barbaridad, ahora ya no se conocen, cada uno es otro, ese otro que el escritor Torrente Ballester ve como «...una mancha sin forma ni color perdida entre millares de manchas parecidas». Un equívoco filo de navaja que rasga la distancia entre el respeto a la intimidad y la despersonalización
Los habituales de las consultas -a los que no se les ha consultado- no recuerdan que se les arrugara la intimidad cuando oían su nombre, de viva voz o por megafonía, sobre todo si sonaba a la hora citada. Lo que sí hería su sensibilidad, y lo seguirá haciendo, es el derroche de tiempo en la espera.
La solución a cómo llama el plexiglas a los familiares de Jacinto/a García cuando Jacinto/a requieren su apoyo crea una duda inquietante y un punto dramática que seguramente tendrá atenta y paciente respuesta.
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