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Cada tres por dos una operadora telefónica -o una entidad financiera o un hipermercado o una cadena hotelera- exigen nuevas contraseñas, lo más egipcias posible, en pro de la privacidad, ese intocable rincón de la persona a la que sin permiso nadie debe acceder ... ni desvelar. Las nuevas normas y compromisos de privacidad encriptan enlaces entre las partes con tal eficacia que en menos que canta el consabido gallo llega de no se sabe dónde una cascada de ofertas personalizadas, con nombre, apellidos y hasta geografía exacta de alevosos lunares. Hoy, todo es público. Hoy, todo quiere ser privado, único e inaccesible. Y todo es de todos. El más todo de todos es el Estado, la administración pública que por contrato social tutela los derechos y anhelos de los ciudadanos, a su pesar en ocasiones, como las leyes que protegen la insalud voluntariamente buscada; la del tabaco, la de la velocidad en carreteras, la del alcohol (el vino es alimento)

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