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Llámenme iluso, pero es que yo estaba convencido de que estas cosas se hacían al revés. Lo de negociar un gobierno, digo. Yo pensaba que lo primero es lo primero, y que lo demás venía después. Pero ay, repito, llámenme iluso, que las cosas no ... son así. Lo primero es, yo pensaba, mandar a los chicos a reunirse. Cada uno con su tema. Es decir, mi experta en cosas económicas con la tuya, mi hombre del medio ambiente con el tuyo, los de la agricultura bien juntitos.
Que, durante unas semanas (o meses) cada uno se bata el cobre en esas mesas por separado, detallando en negro sobre blanco qué quieren hacer en cada cosa. Es decir: si yo quiero subir el salario mínimo a 1.500 lereles y tú lo ves una burrada y lo dejas en 900 y una chocolatina, pues habrá que discutir hasta, digamos, comprometerse a dejarlo en mil euros en cuatro años. Se me ocurre. Y así con todo.
De esas reuniones saldría un documento que debería pesar lo que una biblia de Durero con tapas duras: un quintal. Porque es lo verdaderamente importante.
Luego, cuando tras esas semanas-meses de poner las cosas en helvética haya que decidir la cosa de las sillas, el reparto sin duda resulta ser un poco lo de menos. Porque ya se sabe qué va a hacerse, porque eso está firmado, porque se ha llegado a un compromiso de acción concreta que debería defenderse con la lealtad de un proyecto común.
Pero no. Como aquí lo importante es otra cosa (o sea, el binomio culo-sillón) nos vamos acercando a la posibilidad estupefaciente de que vuelvan a convocarnos a las urnas. Y curiosamente, alguien parece haber convencido a esta gente de que eso es hasta bueno para ellos.
Quién sabe: si tan engañados están, quizá sea bueno que no dirijan un país.
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