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¿Se acuerda usted? Se llamaban primarias y estaban llamadas a guillotinar definitivamente el dedo del líder. Ese índice que los máximos dirigentes de los partidos levantaban cuando las elecciones asomaban en el horizonte para situar en sus candidaturas a los afines y castigar al ... discrepante. La nueva política llamó a la puerta dispuesta a revertir aquel modelo omnímodo que Aznar había entronizado con su inefable libreta azul. Incluso instó a la vieja política a doblegarse a esa fórmula envuelta en un celofán de antídoto a la imposición de los aparatos. El mérito no sería jamás el seguidismo. Sólo los mejores podían aspirar al pasaporte de un cargo público con una condición innegociable: que las bases les refrendaran y poder así exhibir músculo de legitimidad.
Pocos años después de aquella borrachera de democracia interna el balance es desolador. A quienes directamente siguen obviando el parecer de la militancia se suman los que, no se sabe si como ejercicio de cinismo o pánico a que la voluntad de unos desvirtúe la realidad ansiada por otros, retuercen la esencia de las primarias. Ese proceso en el que, según vendieron, los afiliados se presentaban siguiendo una pauta, sus compañeros les votaban (o no) libremente y la transparencia brillaba hasta cegar. A las primarias descabalgadas por la falta de rivales al candidato oficial que las direcciones aúpan en la sombra se suman las elecciones por asamblea, esos cónclaves ambiguos en que el resultado final siempre se da en porcentaje para esconder que votan cuatro. Primarias abortadas por la justicia; primarias sospechosas de pucherazo; primarias monitorizadas por Madrid. Primarias que hacen añorar el dedazo bruto que una vez prometieron aniquilar.
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