Los precios de los productos que consumimos siempre nos parecerán caros, eso es evidente. Están en función de los costes de producción, del transporte y de la comercialización. En todo este proceso hay quien los ofrece más ajustados y quienes los elevan tentados por la ... ambición de obtener mejores beneficios. Es una situación derivada de las libertades que por fortuna usufructuamos en la España democrática. No existe el racionamiento, como ocurría en la extinta Unión Soviética e incomprensiblemente se mantiene en Cuba y Corea del Norte.
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En Europa estamos asistiendo a un proceso inflacionario que como se dice vulgarmente está poniendo por las nubes los costes de algunos productos de primera necesidad, desde la electricidad que nos alumbra hasta la cesta de la compra que nos alimenta. Es lógico e imprescindible que los poderes públicos, desde la Comisión Europea y los gobiernos de los países miembros, intenten adoptar medidas para rebajarlos y de manera especial para impedir que algunos se aprovechen del descontrol que existe para subirlos más de lo que se justifica.
En España, donde tanto propendemos a dar la nota, se ha escuchado estos días la voz de una vicepresidenta del Gobierno propensa siempre a mezclar sus ambiciones políticas con la responsabilidad que asume como miembro de un gabinete que debería ejercer coordinado, ajustado a la realidad, respetuoso con la legalidad, defensor de los derechos constitucionales y… con seriedad. Algunos ciudadanos estamos más que hartos de veleidades rayanas en el ridículo de algunos ministros de la coalición que intentan hacerse notar desde proyectos y propuestas que siembran confusión o a menudo inspiran chistes.
Es la propuesta de Yolanda Díaz que intenta desesperadamente hacerse ver y escuchar para ganarse sitio entre los líderes que disputarán las próximas elecciones. Entre sus últimas ideas está topar los precios lo cual significará saltarse las leyes de la competencia e imponer unos límites a los precios que fijan tanto a las grandes superficies como a los tenderos de barrio que enseguida verían hundirse sus modestos negocios y restringirían a los compradores las posibilidades de elegir entre marcas y procedencias. Los primeros damnificados serían los agricultores cuyos productos verían reducidos los resultados de sus cosechas sin tener en cuenta las sequías o heladas que hayan podido perjudicarlas en determinadas comarcas.
Imponer un tope a los precios además de imposible acabaría perjudicando a los consumidores. Que algún supermercado considere oportuno ofrecer una cesta de la compra compuesta con determinados productos, como ocurre con las cestas de Navidad, es cuestión libre de sus estrategias de márquetin. Pero imponer precios máximos sería sin duda una medida demagógica que trastornaría la economía global, que dañaría a la industria, que limitaría la capacidad de elección de las personas a la hora de hacer sus compras y, lógicamente contribuiría a la destrucción de puestos de trabajo. La señora Díaz tiene derecho como activista política a formular sus ideas y deseos por descabellados que sean, pero como vicepresidenta en activo de un Gobierno debería pensase mejor sus propuestas y topar, eso sí, su propensión demagógica.
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