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No sé ustedes, pero yo estoy deseando dar portazo al año. No es que me haya acontecido ninguna desgracia pero, mental y anímicamente el 2019 me ha dejado exhausta. El desaliento no es porque me invadan añoranzas de que el tiempo pasado fue mejor, sino ... por consternación. Cuanto más analizo las noticias más crece dentro de mí la idea, seguramente pesimista y errada, de que no tenemos remedio. Reconozco que siempre, cuando se acercaba el fin del año, miraba al nuevo con esperanza. No albergo igual sentimiento estos días, es posible que la mochila de la experiencia pese demasiado en mi ánimo, al tiempo que disminuye mi capacidad de comprender la realidad. A estas alturas no tengo ninguna confianza de que en 2020 las cosas de este mundo complejo e ingrato vayan a ir mejor.
Así que como ya saben lo que ha pasado este año, no voy a resumírselo. Solo insistiré, antes de cerrar la puerta del 2019, en que mi mayor preocupación tiene que ver con el incremento de la intolerancia y las añoranzas de autoritarismo que se perciben en el mundo, también en España. Para decirlo más claro, por si alguno cree que es una frase retórica, lo que se impone es el desprecio al otro, la construcción de enemigos como forma de autoafirmación y el empeño en imponer las ideas propias a toda costa, a costa de la democracia, claro. Por eso crece el odio, se quiebra la convivencia y florecen como setas los salvadores de las patrias. También, pese a los dulces anuncios de la tele, hay tanta soledad y tanta tristeza escondida en los hogares y entre las cajas de cartón que son el refugio de los que no lo tienen, que sobrecoge el alma.
Recuerdo que el 3 de enero de 2019, por primera vez, una nave no tripulada llegó desde la Tierra a la cara oculta de la Luna. No llegó huyendo de la realidad que nos abruma sino que la lanzaron los chinos que no lo contaron hasta que ya había alunizado el artefacto llamado 'Chang'e 4'. El silencio inicial fue para evitarnos disgustos si fallaba el experimento. Y es que creo que, para comprender lo locos que estamos y lo bien que cocinamos la autodestrucción de nuestro universo planetario, lo mejor es ver la tierra desde lejos. Este año, además de la catedral de Notre Dame, también se nos quemó la Amazonia, nuestro pulmón terrícola. Aunque según el presidente brasileño, Bolsonaro, ilustre representante del club de la comedia autoritaria que se avecina, todo es culpa de los ecologistas que son unos malvados.
También ese mirar la tierra desde la Luna, me recordó a Elena Poniatowska cuya novela La piel del cielo nos cuenta la vida compleja de los científicos en los observatorios astronómicos. Bien sabemos que el cielo cambia de color según cuándo y dónde lo miras. Elena Poniatowska lo sabe mejor que nadie. Ella miraba arrobada a su particular cielo, Juan José Arreola, que fue su maestro, hasta que la violó y la dejó embarazada. Esto era algo que se sabía pero que se ocultaba públicamente para proteger al renombrado escritor. Es lo que ocurre cuando el famoso es él y debe preservarse su prestigio público y su familia antes que su dignidad. La Premio Cervantes, a sus 87 años, ha querido confesarlo estos días para evitar a otras mujeres su calvario.
Por seguir mirando al cielo, por si en él se esconde nuestra esperanza, acabamos de conocer que en el firmamento, a 240 años luz de la Tierra, hay una estrella denominada 'HD 149143' y que a partir de ahora se llamará Rosalía de Castro. Esta mujer que escribió cuando las que lo hacían eran despreciadas sin piedad, incluso por los intelectuales, fue más de lo que algunos recuerdan de ella. En 1858, desafiando convencionalismos, escribió: «Yo, sin embargo, soy libre, libre como los pájaros... libre es mi corazón, libre mi alma, y libre mi pensamiento, que se alza hasta el cielo y desciende hasta la tierra soberbio como Luzbel y dulce como una esperanza». Gracias, Rosalía. Seré optimista y conservaré la esperanza. Feliz 2020, queridos lectores.
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