Hay noches en las que mi santo y yo parecemos una pareja de intelectuales. Parecemos, he dicho: nos creemos Siri Hustvedt y Paul Auster, pero somos Pepa y Avelino con estudios. Yo leo a Alice Munro para acabar con las pocas ganas de vivir que ... me quedan al final del día; él, una biografía de Rubalcaba. O una hagiografía: con el panorama que tenemos, hemos hecho santos a todos los de aquella época. Él dice ya no quedan políticos como los de antes, yo digo es verdad. Yo digo añoro más entrar en mis vaqueros viejos que a los políticos, él dice siempre he sabido que eras una frívola. Y así pasamos el rato hasta que nos entra la modorra, echando de menos a antiguos dirigentes y a cinturitas de avispa.

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En los tiempos en los que me cabían los vaqueros creíamos en el valor del esfuerzo, en que jamás dejaríamos de salir los sábados y en el consenso social. O eso queríamos creer, que ganas de gresca ha habido siempre, y mucha: lo de evitar conversaciones y abandonar grupos de wasap en silencio como quien saca la basura antes de hora ya me lo contaban mis cuñados, que son pareja y residentes en Barcelona. Pero, ahora, la trifulca ha llegado hasta a Orejilla del Sordete, y se ha colado en lugares que le estaban vedados: la cena con la pandilla, la comida familiar, el café a media mañana en la oficina. La comunidad política es incapaz de establecer un pacto colectivo y, consecuentemente, nosotros también lo somos: sordos selectivos, nos cerramos de orejas y solo prestamos atención a nuestras emociones primarias, a los medios que las refuerzan y al tuiterío afín. Los polos opuestos no se atraen hacia un lugar común. Tampoco se derriten. Se ve que son los únicos a los que no les afecta el cambio climático.

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