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Lo dijo la vicepresidenta Carmen Calvo: votar es poder. Ante las urnas es donde cada uno de los ciudadanos tiene la capacidad de ejercer un poder «personal». Porque es el único acto, al margen de los referéndum, en el que los españoles decidimos directamente ... sin intermediarios.
En los debates parlamentarios esa jurisdicción se debería seguir ejerciendo de forma indirecta. Sin embargo, en el sentido de las votaciones de los congresistas y de los senadores no suele primar el interés de sus representados, si no el de sus formaciones políticas. Por eso no es de extrañar que muchos ciudadanos se tomen las convocatorias electorales como una oportunidad para castigar a aquél que, a su juicio, les ha estafado incumpliendo los compromisos asumidos. Es una tradición muy arraigada en España: votar para putear.
Pero también hay muchos electores deseosos de participar positivamente en las elecciones y que no se quedan solo en lo que las formaciones han hecho o han dejado de hacer en el pasado inmediato sino en lo que prometen que harán en el futuro que asoma ya a la vuelta de la esquina. Ciudadanos capaces de abstraerse con éxito de la bronca, el insulto, la acusación, el reproche... En síntesis, de los fuegos de artificio superficiales de los actos de campaña, para centrarse en lo nuclear, es decir, en decidir cuáles son las mejores políticas tras escuchar a los candidatos: votar para prosperar.
Electores que tienen en tan alta estima su voto que no toleran que nadie se lo arrogue en propiedad. Y ahí están, tal que una legión, según los sondeos. Dentro del grupo de indecisos, perseguidos por las formaciones políticas sabedoras de que en sus manos puede hallarse el resultado final del 28A.
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