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Siempre voy apuntando frases. Las dejo ahí, en barbecho, por si pueden servir para alguna columna, que no es que una ande muy sobrada de recursos y que cualquier cosa te puede solucionar la papeleta cuando no tienes nada que echarte a la tecla. Es ... la ventaja que tienen las palabras que se caen de los dedos al papel: puedes recogerlas y usarlas inmediatamente, o meterlas a plazo fijo, o bordarlas a punto de cruz y hacerte un cojín, o tirarlas al contenedor azul si ves que no les vas a sacar provecho. Es el control de lo escrito.
El problema surge cuando las palabras se te caen de la boca («¿Y, a esta, quién la para?», decía Hilario López Millán señalándose la lengua después de soltar un cotilleo) y la lías. Entonces te dan ganas de cortarte la sinhueso y hacerla en salsa. La incontinencia verbal puede llegar a ser peor que la urinaria. Por eso hay días en los que te gustaría ser muda como Belinda. O de pocas palabras, al menos. De las estrictamente necesarias. Y si se pueden sustituir por un gesto, mejor aún: pedir que te pasen el pan en la mesa señalándolo con un movimiento de cabeza es la cima del ahorro lingüístico.
Para combatir mi locuacidad, y frente a un número ilimitado de palabras que escribir, que servidora no quiere quedarse sin curro, he determinado una cantidad de palabras que decir: a estas alturas del año habré gastado más de dos millones, por lo que me quedan otros dos hasta Nochevieja. Los he guardado en la alacena de la cocina, como una caja de bombones belgas que vas racionando porque no quieres que se acaben. El peligro es que una tarde me descontrole y me los cepille de una sentada. Luego, que si la indigestión. No sé si es peor la muerte por chocolate o por verborragia.
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