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¿Saben? El pasado lunes me llevé una alegría enorme y todo por una tontería mayúscula. Ganó 'Parásitos', perdió '1917'. Y eso que a mí todas las entregas de premios me resultan irrelevantes. Pero cuando los Oscar reconocieron la cinta del surcoreano Bong Joon-Ho ... como la mejor película de 2019 me puse contento, como si esto me importara lo más mínimo. Y tiene algo de sentido porque esto significa que tu película preferida la va a ver más gente. Pero lo que me preocupaba de verdad es que en un año con títulos como 'Historia de un matrimonio', 'El irlandés' o 'Érase una vez en... Hollywood', ganara el largometraje de la I Guerra Mundial. Reconozco que fui a ver la película de Sam Mendes con más prejuicios de lo normal, pero algo me decía que iba a ver un ejercicio técnico apabullante, grandioso y épico, pero carente de alma. Y no me equivocaba. No solo no acababa de empatizar con lo que ahí ocurría, sino que el plano secuencia que todo el mundo pone por las nubes se me atragantaba y, más que meterme en las trincheras, me sacaba de la acción. Comencé a pensar que era esa decisión la que me molestaba.
Pero, ¿saben qué hice ayer? Ver el sexto capítulo de 'La maldición de Hill House', la serie de Mike Flanagan. El episodio se estructura también en torno a un plano secuencia que, lejos de resultar anodino, contribuye a aumentar la angustia del espectador en un momento en el que todos los traumas familiares se están poniendo sobre la mesa. Y esa es quizá la gran diferencia: que aquí como en 'La soga' o como en esa brillante secuencia de 'True detective' el desempeño técnico se pone al servicio de la narración y no al revés.
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