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Si un día, o el cómputo temporal que toque entonces, de seguir existiendo la dimensión temporal, claro; si un día, digo, alguien o algo, proveniente ... de donde o como fuera, de este sistema solar o del que le sustituya; en fin, un ente, un propio, una cosa a su modo inteligente (a la par que sensible; bueno, la sensibilidad ya es una forma de inteligencia), proveniente de un punto no solo incógnito hasta la fecha sino hoy por hoy inconcebible, si llegara hasta la Tierra, pongamos que en un momento «playa final» del planeta de los simios, a causa de un armagedón de algoritmos, variantes y shopping, si aterrizara aquí con la intención –o con lo que los entes del futuro desarrollen– de tomar muestras de lo que fue esto, de lo que fuimos en lo mejor, pues llegado este supuesto, ruego a Santa Cecilia –ya me encomendé a ella el lunes– que la muestra que extraigan y examinen sea... música. Un fragmento musical, de cualquier tamaño, desde un ciclo wagneriano a una humilde semifusa. Hasta un silencio valdría. Un silencio, colocado a su tiempo en la partitura, es de un valor inconmensurable. Tendríamos mucha suerte si los visitantes, entre los restos terrícolas, dieran con una pizca de música, la metieran en un canuto y se la subieran a su Enterprise, a hacerle una analítica completa. Y consideraran el resultado de esta –una secuencia orgánica de tonos, timbres y silencios– como definitorio de lo que por aquí fuimos, además de agua en tres cuartas partes. Entonces, estaríamos salvados. Porque en lo mejor y más verdadero que somos, somos música. El resto de las cosas buenas que hemos ido inventando han aspirado a imitar a la música, en su armonía, dinámica y efecto. En su humanidad: la única especie que ha desarrollado –en medio de otras horrísonas– una habilidad melódica. Pues eso que nos llevamos. La música es, de hecho, en este tiempo de dosis de recordatorio, el mejor recordatorio de lo que podemos llegar a ser. Tú te vacunas con música y se reactiva una memoria emocional; se reactiva el mejor de los programas que nos mueve. Y así, el viernes fui, de nuevo, a vacunarme al Riojafórum, pero esta vez con una dosis de música. Efectivamente, esta vacuna lleva un chip, vale, pero es el bueno, el chip original, el prodigioso, como se titulaba aquella película. Y pensé, durante la dulce inyección, que los que vinieran a por esa muestra de la especie que digo, se podían haber llevado, como un dato absolutamente representativo de la excelencia, el formidable concierto que vimos tocar y actuar. Un combinado de Mozart y Vivaldi, más bises. A cargo del excepcional pianista moscovita Sergei Yerokhin y de I Musici. Estos últimos, por cierto, forman parte de mi ADN musical. Me entregué al barroco de joven por sus vinilos, que atesoro como surcos básicos, que aún tarareo. La forma, en fin, en que me entraron esas dos horas de algunas de las más bellas composiciones salidas del laboratorio musical a lo largo de siglos de investigación emocional me trasladaron a un lugar donde solo la música te lleva. Había que ver a Yerokhin, alto y serio, como salido de la 'Solaris' de Tarkovsky, sentado en la nave de Mozart, con la hoja de ruta –poco común, el concierto nº12 en La Menor, K.414– en la cabeza. Ver cómo Yerokhin aguardaba emprender cada trayecto, sobre todo el asombroso segundo movimiento, con las manos en guardia, sobre las rodillas, ojos cerrados, recostado sobre su propia espalda, hasta que Mozart (niño de planeta desconocido) le atravesaba con su torrente de notas. Y luego los I Musici: ¡Rock over Vivaldi! Piensas que ya conoces 'Las cuatro Estaciones' y no. Hace falta también, al debilitarse el efecto de una dosis anterior, otra de recordatorio, como la de este viernes. Escuchamos electrizados, al borde de la butaca, las cuatro como si solo fueran un única Estación, doce pistas de una secuencia que dura un año o una vida. Pienso si no serán todos ellos, Yerohkin e I Musici, los visitantes, sobre el escenario del Riojafórum, iluminado como por una nave nodriza. O por Santa Cecilia, mártir y concertista.
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