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En cierta playa cantábrica, azotada por incesantes oleadas para delicia de surfistas, hasta las 11.30 y después de las 19.30 puedes bañarte sin más trabas que las que te impongan tu sensatez y tu sentido de la responsabilidad. Pero en ese tramo está ... prohibido porque ondea bandera roja, y de hacer cumplir tan arbitraria imposición se encarga una parejita formada por un socorristo y una socorrista, a los que denominaremos vigilantes porque, además de inclusivo, califica mejor su dedicación. Luce el sol sin una nube y la temperatura del agua es ideal para el baño. Pero allí están ellos, investidos con la autoridad que otorga un silbato en este país, cumpliendo escrupulosamente con el trabajo encomendado: sacar a la gente del agua. Es él quien lleva colgando un pito que hace sonar con la insistencia del agente de tráfico que te insta a continuar la marcha, qué más quisieras, en pleno atasco. Como ella carece de pito, se limita a contemplar cómo su compañero toca el suyo sin parar en cuanto a alguien le llega el agua al ombligo, hasta que el pitado (hay que ver lo dóciles que en el fondo somos los españoles) retrocede y se conforma con remojarse las rodillas. De pronto, el vigilante se ausenta del arenal, dejando a la vigilante descompuesta y sin pito, observando impotente a los bañistas arremetiendo contra las olas.
Ya sé que todos los veranos se ahogan personas bañándose en el mar. Otras perecen conduciendo un vehículo. O corriendo en encierros. O atropelladas en la calle. O escalando montañas. O pedaleando por carreteras. O trabajando. Pero sin un vigilante tocándote el pito para que no conduzcas, cruces la calle, subas al monte o emprendas cualquier acción que entrañe un riesgo. Si puede ser peligroso bañarse anúnciense con letras bien grandes y allá cada uno con su libre albedrío, pero no nos traten como a niños en el patio del colegio o borregos en el aprisco, aunque sea lo que somos.
El pito del vigilante playero se me antoja un rescoldo de cuando carecíamos de derechos fundamentales y estaba prohibido casi todo. Ahora sí los tenemos, constitucionales nada menos, como «a disfrutar de una vivienda digna», «al trabajo y a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia» o a usar el castellano como lengua que todos tienen el deber de conocer. Pero a la Constitución le pasa como al pito del sereno: de tanto tocarlo sin motivo no le hicieron ni caso. Sin embargo, perdura el gusto de la autoridad incompetente por vigilar, prohibir, obligar, coercer e impedir y, por supuesto, sancionar: en algunas playas te pueden multar hasta con 3.000 euros por bañarte con bandera roja. Eso sí, puedes fumarte un cartón mientras la cambian a amarilla sin problema, aunque el tabaco mate a 54.000 españoles cada año.
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