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El fútbol es cicatero y generoso. Sucesivamente y en ese orden. Como un mago que con un mano te birla el pañuelo y con la otra te saca una moneda de detrás de la oreja. O el abuelo que hace rabiar al chaval antes de ... soltarle la paga. Como la vida. Eso es, como la vida. No hay recompensa sin sufrimiento. Como lo que se coció entre el sábado y domingo en La Rosaleda.
O como lo que se vivió en el viejo Las Gaunas en mayo de 1984. Con gente hasta en las torres de iluminación. Y a horcajadas sobre la gigantesca valla que publicitaba las lanas Pingouin en el fondo sur. Solo el triunfo abría la salida del infierno de Segunda B y esa llave se hizo esperar hasta la agonía. Hasta el minuto 90 por la gloria de Pita y un remate de aquellas maneras que reventó de euforia la caldera de la general y hasta hizo perder la compostura a un graderío de preferencia, poco habituado a exteriorizar semejantes miserias. Pero el gol de Pita... Aquel lateral enjuto de Miranda, mejor dotado de voluntad que de calidad, compensaba con un semifallo el sufrimiento de hora y media, resarcía los 90 minutos agonizados con la impotencia de quien asiste a la materialización de su desencanto. Recuerdo unas lágrimas juveniles, tampoco es que importe, y guardo constancia cierta de que aquel gol, aquel triunfo y aquel ascenso fueron trascendentales. Los que más hasta los de la noche del sábado. Y me quedo pensando si exagero, si me he dejado llevar o me he venido arriba en exceso, porque de la bendición de Pita hace 36 años a la consagración laica de Miño anteayer han mediado un par de ascensos a Primera. ¡A Primera! Que disfrutamos, sí, con el corazón. Que nos reventamos el garguero, también. Los goles de Noly y Simeón son historia excepcional. Pero solo Miño alcanza la categoría de Pita por habernos rescatado del sufrimiento.
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