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Pudimos sobreponernos a las estanterías del supermercado huérfanas de papel higiénico. Asumimos las colas ante la caja para pagar con tarjeta y al miedo pasajero a que el cliente de atrás nos echara su aliento. Nos acostumbramos a vivir encerrados en casas que sólo entonces ... descubrimos minúsculas y ahora elegimos la ropa del color de la mascarilla que nos tapa la boca. Cuando parecía que ya no se podía poner más a prueba el civismo colectivo, llega el verano y muchas piscinas van a quedar en cuarentena. Preveo una revuelta de milicianos envueltos en toallas de rizo. Insurgentes armados con botes de aftersun. Una rebelión sin trincheras, pero con trampolines. Solo será cuestión de tiempo. Del buen tiempo, digo. Que el sol empiece a arder y el agua de las piletas confinadas por el riesgo al contagio nos devuelva su reflejo cristalino detrás de las cintas de plástico que impiden el paso. Todo se encamina al efecto llamada. A una procesión de sudorosos bañistas en busca del chapuzón vetado en sus pueblos, rogando por un puñadito de césped sobre el que secarse a pelo después del remojón. Yo no estaré entre ellos, sino que seré un guerrillero del cloro. Me disfrazaré de Burt Lancaster en pantaloneta y por las noches me haré un largo en la piscina que hay debajo de mi casa. De allí pasaré a la urbanización de al lado y bucearé hasta el otro extremo. Aún calado ingresaré en la siguiente piscina. La atravesaré para llegar a la próxima y también a la de más allá, en una brazada interminable hasta que seguro me darán el alto. Ya lo aviso desde aquí: cuando esté rodeado, me tiraré de bomba.
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