Hace unos días, a la concentración frente a la sede del PSOE en La Coruña solo fue una persona. Así no hay manera de reconquistar nada. Como soy un tipo apocado, yo en su caso me hubiera alejado silbando, pero él se grabó un orgulloso ... vídeo en el que dejaba traslucir su santa indignación: «Las ocho menos cinco y aquí no hay nadie». Ya no se puede confiar ni en los gallegos para las cruzadas. ¡Pero si hasta Fraga se volvió federalista! Al menos la policía no consideró necesario disolverlo a pelotazos y el manifestante pudo regresar a casa soñando con los tercios de Flandes.
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Yo vivo esta enconada efusión de nacionalismos con la paciencia y la resignación de un enfermo de varicela. Los médicos recomiendan no tocarse los granos para no dejarse heridas, aunque resulta difícil sujetarse cuando brotan así, petulantes y llenos de pus, desafiantes, obtusos. Ofrecen, a cambio, momentos de gratificante hilaridad. Mis favoritos hasta ahora eran los pijos catalanes que a las ocho quemaban contenedores en la Vía Layetana y a las diez se iban a cenar empanadillas a casa de mami. También me divertían mucho los jóvenes que cortaban las autopistas bajo el lema «Spain sit and talk», con lo que de un plumazo intenacionalizaban el conflicto, incurrían en delitos patrióticos (y por lo tanto amnistiables), se jugaban las clases y se sacaban el B2 de inglés.
Aquello me parecía insuperable hasta que de pronto vi a un vicepresidente autonómico con barbitas campeadoras arengando con un megáfono a sus tropas, que coreaban «Felipe, masón, defiende la nación» mientras mesnadas de muñecas hinchables asumían la sacrosanta defensa de la patria.
En España, la política es una curiosa rama de la psiquiatría.
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