El jueves me llamaron al móvil. Yo estaba en el periódico, lejos de mi mesa. Corrí, me tropecé con un cable, cogí el aparato casi cayéndome, rocé torpemente la pantalla con el dedo pulgar y respondí agónicamente: «Sí». Me colgaron. Supe entonces que acababan de ... timarme. Busqué en internet, caí en la página de la Policía y se me puso una cara de tonto completa, perfecta, esférica. Desde entonces reviso febrilmente mis cuentas bancarias, como el avaro de Molière, a la caza del céntimo fugitivo o del cargo inexplicable.

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Cuando cuento mis desgracias a la gente, empezando por mi mujer, todos me dictan lecciones de sensatez con buena voluntad, escaso tacto y una medio sonrisita muy puñetera: «Nunca hay que responder sí, hombre. Di quién o cállate. O mándalos a paseo». Yo trato de explicarles que ya lo sabía, que estaba pensando en otra cosa, que me pillaron con la guardia baja, pero entonces noto cómo mi cara de tonto alcanza unos raros niveles de esplendor, como si brillara y fuera anunciando con luces de neón la escasa sustancia de su propietario.

¡A saber en manos de quién estará ahora ese sí mío, grabado y eufórico! ¿Qué compras estaré autorizando en este mismo momento, qué cambios de compañía eléctrica, qué nuevas suscripciones? Los informáticos me aconsejan que no pierda el tiempo y cambie ya todas las contraseñas, pero casi prefiero que me dejen en cueros antes que meterme en un fregado de ese calibre y pensar otra vez en cumpleaños, direcciones, apodos familiares o futbolistas históricos del Logroñés con sus números y extraños signos ortográficos al final. ¡Tanta revolución tecnológica para acabar siendo esclavo de un monosílabo!

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