Están pasando cosas tan extrañas que hasta Milei empieza a parecerme medio normal. No solo he comprendido su peinado sino que incluso yo me veo tentado de montar una ouija para preguntarle cosas a mi perrita Penélope, muerta hace diez años pero terriblemente sagaz y ... de gran olfato. Quizá ella supiera interpretar lo que sucede en el mundo. No se me ocurrió clonarla porque en los pueblos no se estilan esas frivolidades y porque las clínicas veterinarias cuestan un pastizal. Me faltó audacia porteña. En cualquier caso, las radios deberían despedir a todos sus analistas y trasladar sus estudios centrales a los peores frenopáticos del país, cantera inagotable de contertulios que tal vez –¡ellos sí!– puedan arrojar alguna luz sobre lo que está pasando.

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Ahí está lo de Corea, por ejemplo. Teníamos a los coreanos (del sur) tan tranquilos, con su k-pop, sus películas raras y sus premios nóbeles vegetarianos, hasta que de pronto le da un siroco al presidente, decreta la ley marcial y luego se la envaina y se aleja silbando, como si en lugar de dar un golpe de Estado hubiese estado echando de comer a las palomas. En esto su colega del norte resulta mucho más serio y eficaz. Puede que por fin estemos viviendo la caída de Occidente y eso tiene su lado bueno. Todas las decadencias, aunque molestas, acaban siendo muy entretenidas y los alumnos del futuro estudiarán a Joe Biden con una divertida sonrisilla de estupor, como quien hoy repasa la biografía del emperador Heliogábalo: un buen día el viejo Joe, adalid de todas las éticas y dique moral frente al trumpismo, va y le perdona los delitos al tarambana de su hijo. A ver cómo supera eso el tío Donald, con lo formalita que parece Ivanka.

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