La primera vez que crucé la raya, me llevé un magnífico libro de viajes de Julio Llamazares, 'Trás-os-montes', y fui recorriendo en coche, pueblecito a pueblecito, aquella región descarnada, de una belleza mineral, cuyos habitantes parecían congelados en un tiempo de oscuridad y ... pesadumbre. Poco a poco fui descubriendo que hay un Portugal de fantasía, opereta y luz atlántica, el de Sintra o incluso el de Lisboa, y otro Portugal sobrecogedor, adusto y místico, el de Bragança o el Alentejo, y los dos son igualmente hermosos.

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A mí siempre me gustó la idea de la unión ibérica, esa entelequia que de vez en cuando rebrota, porque en la tristeza del fado encuentro el contrapunto melancólico de la alegría jotera o del desgarro flamenco, y porque considero a Saramago y a Eça de Queiroz habitantes del mismo panteón en el que reposan Cervantes y Clarín. Los españoles hemos vivido de espaldas a Portugal porque queríamos ser alemanes o, peor aún, ingleses y en los vecinos de aquí al lado solo veíamos a unos parientes pobres, amables y ceremoniosos, que vendían toallas a precios inexplicablemente bajos y conocían las ocho mil maneras de preparar un bacalao.

Portugal acaba de celebrar elecciones. La derecha, que ha ganado por poco, dice que no quiere gobernar con los ultras y la izquierda asegura que no obstaculizará la investidura del candidato rival. Veremos si lo mantienen, pero de momento yo cambiaría a Sánchez y a Feijóo por un dedo meñique del expresidente António Santos. Ya no pido la unión ibérica. Prefiero que Portugal nos invada alegremente, con garrafas de vinho verde y ramitos de claveles. Una buena colonización es lo que necesitamos.

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