El orfebre de las frases

Al orfebre de las frases le acaban de llegar dos pedidos importantes. Primero ha venido un tal López, de Moncloa. Parecía desesperado y nervioso, acosado por urgencias implacables. Más tarde ha aparecido Cuca, la diputada, con gesto duro y mandón. Ambos le han arrojado sobre la mesa varias palabras sucias, perversas, sin brillo. Los dos le han exigido rapidez y contundencia. Cuando se queda solo, el orfebre de las frases rezonga: «¿Y qué demonios quieren que haga con esto?» Algún día le gustaría que le dieran palabras bonitas, frescas y limpias, que conservaran algo de su pureza infantil. Sueña con poder utilizar hermosos vocablos como «silencio» o «cortesía».

El orfebre de las frases resopla y se resigna. Hay que ganarse la vida. Observa las palabras que le han traído Moncloa y Génova y las coloca una detrás de otra. Desecha unos cuantos adverbios, les pasa un trapito a los adjetivos, tira a la basura un par de sustantivos. Luego lima las aristas, encera las letras, sopesa las combinaciones. Al cabo de unas horas, ya ha terminado su labor. Coge las nuevas frases y, con extremo cuidado, las mete en sendas cajitas. El orfebre las lee en voz alta. La de Génova dice: «hay que derogar el sanchismo». La de Moncloa dice: «derecha extrema y extrema derecha». Siente ganas de mandarlos a todos a la mierda.