Antes las dimisiones eran una cosa seria. Tal vez no llegaran al extremo de Benedicto XVI, que se despidió en latín, pero siempre sonaban a órdago inapelable. El diccionario de la Real Academia Española aún define la palabra con una rotundidad sin matices: «Renuncia, abandono ... de un empleo o de una comisión». Los sinónimos que propone («retirada, abdicación») poseen también el halo trágico de lo irremediable. El 28 de enero de 1981, Suárez dijo: «Presento irrevocablemente mi dimisión», y se acabó. Eran las antiguas dimisiones un abismo, una última frontera, una falla geológica.

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La creatividad inagotable de la política española, sin embargo, nos está descubriendo mil pliegues sorprendentes en la palabra dimisión. El cambio de paradigma no puede ser mayor. Antes no dimitía nadie y ahora dimite todo el mundo, aunque el resultado sea el mismo. Cuando Yolanda dijo que dimitía, ¿a qué se refería exactamente? Lo reveló al día siguiente, con una inquietante declaración: «Yolanda Díaz no se va», exclamó Yolanda Díaz, puntualizando así a Yolanda Díaz, que un día antes había dimitido por los malos resultados que había cosechado Yolanda Díaz.

Fue un juego de espejos a lo Orson Welles en 'La dama de Shanghai'; probablemente ahora, en un universo paralelo, la realmente dimitida Yolanda Díaz está escuchando a Taylor Swift en una tumbona. O puede ser que esté tomando un vermú con Oriol Junqueras y Marta Rovira, ambos también dimitidos, mientras otros Oriol Junqueras y Marta Rovira, no sabemos si los de verdad o los de mentiras, siguen en sus puestos, impasibles y un poco asombrados del revuelo que se ha montado con su dimisión.

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