Comer gente
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Ya se sabe que en la posguerra española los gatos se convirtieron en conejos y las ratas ascendieron a pollosDe 'La sociedad de la nieve', la espectacular película de J.A. Bayona, lo que menos me impresiona es el canibalismo. Aunque espero no verme jamás en ese trance, creo que no tendría ningún reparo moral en zamparme a un amigo en filetes, especialmente si ... está gordito, es lampiño y sus carnes –blanditas, temblorosas– dejan un evocador retrogusto a cuajadas y bacalaos. Hay barrigas humanas conseguidas a base de pasteles y cervezas, y eso se tiene que notar de algún modo.
En Corea del Sur han prohibido comer carne de perro, pero yo no encuentro diferencias ontológicas apreciables entre merendarse unas chuletillas de cordero, unos lomitos de mastín o la zanca de un auxiliar administrativo. Ya se sabe que en la posguerra española los gatos se convirtieron en conejos y las ratas ascendieron a pollos. Los grillos y los saltamontes acabarán siendo las angulas del siglo XXI, dicen los visionarios de la gastronomía, y puede que tengan razón. Cuando uno observa con detenimiento un bogavante, descubre que se trata de un insecto monstruoso y abominable. Algún pionero del género humano, a la altura del que inventó la rueda, tuvo que vencer sus naturales escrúpulos para hincarle el diente y comprobar que aquel bicho con antenitas no estaba del todo mal.
Yo he cenado gusanos en México y caracoles en mi pueblo, aunque no aguanto el olor mefítico de los brócolis cuando hierven. Fue a los catorce años, en un campamento, cuando descubrí que en circunstancias extremas era capaz de comerme cualquier cosa. Al tercer día de hambruna, devoré un plato de acelgas. Incluso pedí repetir. De buena gana le hubiera pegado un mordisco a la papada del monitor.
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