A la Real Academia le ha dado por aceptar espóiler y los periódicos titulamos la novedad lexicográfica con grandes y divertidos titulares. Mi naturaleza melancólica, en cambio, me obliga a fijarme no tanto en las palabras que entran, triunfales y apoteósicas, aureoladas por la belleza ... de la juventud, sino en que las que se van. Nadie repara en ellas. Han caído del árbol del idioma discretamente, viejas, exprimidas, definitivamente olvidadas, y ni siquiera los académicos las mencionan. Ni un homenaje, ni un leve gesto de adiós, ni el emocionado saludo de la grada al futbolista que se retira. Sale un barrendero del idioma, las recoge con una escoba y las arroja sin miramientos al contenedor. Mientras tanto, sus compañeras más jóvenes se lucen en la alfombra roja con escotes de vértigo, como actrices recién descubiertas: ¡Dana! ¡Wasabi! ¡Frapé!

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Hubo un tiempo, sin embargo, en el que la cocadriz era la hembra del cocodrilo y ese era, desde luego, un tiempo mejor. Qué hermosa palabra, cocadriz. Ahora uno ve los documentales de La 2 y solo aparecen cocodrilos, aburridísimos cocodrilos, indistinguibles y machirulos. Los hablantes, gente puramente utilitarista, sin principios ni gusto, dejaron de usar cocadriz hasta que un día al Diccionario se le cayó la palabra al suelo y nadie se agachó a recogerla. Han desaparecido las cocadrices y tampoco hay ya adéfagos («comilones») ni camasquinces («entrometidos»). Qué le vamos a hacer. Al menos podemos congratularnos de que la RAE haya caído en la cuenta de la existencia del funk, veinte años después de la muerte de James Brown. Se ve que este verano algún académico por fin ha pillado la discoteca buena.

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