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Aquel día, once de septiembre, el señor Helmut Wolf, reponedor en un supermercado de Innsbruck, recibió una visita inesperada. A primera hora de la mañana, a las puertas de su tienda llegó un landó tirado por dos caballos alazanes, que se detuvieron relinchando briosamente mientras ... el cochero hacía restallar su látigo. Sin importarle el embotellamiento de Audis y Mercedes que había provocado, del carruaje descendió con parsimonia un lacayo con librea y sombrero de tres picos. Llevaba un sobre lacrado. Se identificó como Toni Comín, caballerizo mayor del general Puigdemont, libertador de la patria catalana. Traía un billete urgente para el señor Helmut Wolf.
Wolf –un tipo gordo, calvo y con bigotes rubios– estaba en ese momento colocando latas de cerveza en una estantería. Escamado, leyó el papel que le tendía el lacayo: «Señor Wolf. El departamento de heráldica y genealogía de la Generalitat, tras una minuciosa investigación, ha descubierto que es usted el sucesor por línea directa del archiduque Carlos de Austria y, por lo tanto, príncipe legítimo de Cataluña y conde del Rosellón. Le rogamos acuda inmediatamente a Waterloo, sede del gobierno catalán en el exilio, para jurar los fueros y colocarse al frente del Principado, que en estos días gloriosos está a punto de revertir la dolorosa derrota de 1714 frente al pérfido Felipe V. Postdata: tenga la cortesía, sire, de hacer luego la vista gorda con Jordi Pujol, que al hombre se le iba un poco la mano, pero es un gran patriota».
El señor Wolf, después de recordar que una vez se cogió una buena merluza en Salou, temió que aquello fuera una estafa piramidal y, con cajas destempladas, mandó al lacayo Comín a hacer puñetas.
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