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En la Ilíada, Homero llamó a Aquiles 'el de los pies ligeros'. Juan Carlos I nunca podría ser apodado así, demasiados tropezones para emular la destreza del héroe griego. Sus excesos lo han convertido en un símbolo que se desmorona. Con el bastón como único ... cetro, el rey emérito ha puesto pies en polvorosa. Confesó a sus amigos que su marcha es temporal. Es imposible no recordar que su abuelo Alfonso XIII, antes de dejar España, el 14 de abril de 1931, escribió: «Las elecciones celebradas el domingo me revelan claramente que no tengo hoy el amor de mi pueblo». Está claro que su nieto tampoco cuenta hoy con el afecto y el respeto que recibió hasta que decidió dilapidar el tesoro que supone la estima pública, el bien más añorado por cualquier servidor público honesto.
Dicen que Juan Carlos I ha realizado «impagables servicios a España». Si ello parece innegable también lo es que sus problemas comenzaron cuando decidió ponerles precio y convertirse, presuntamente, en comisionista burlador del fisco. Ya escribí hace días que sus pasados aciertos no pueden ocultar sus evidentes errores. Habrá gente que perdone las tropelías que lo han desacreditado a él y a la Corona. Pero no nos engañemos, la mayoría de la población se siente víctima de una estafa envuelta en papel dorado. Juan Carlos I se ha ido pero, por mucho que corra, no podrá huir de sí mismo, de su propia capitulación como rey y como persona. Él solito ha sido su propio sastre, con empeño ha tejido el traje del deshonor con el que se ha ido de España. Seguro que considera injusta su situación, no ha asumido que su más grave error es haberse creído impune. Parece que se le olvidó que era un rey constitucional, no un rey absolutista. Teniendo cosas que no se compran con dinero eligió cultivar ambición y avaricia. Se ha marchado a escondidas ante el asombro de la mayoría de la ciudadanía a la que ni siquiera le importa adonde ha ido, salvo si es a cargo del erario público.
Ha brindado Juan Carlos I a los republicanos una ocasión inédita para ensanchar su base social dejando al Gobierno y a Felipe VI un papelón complicado de gestionar. Por mucho que insistan algunos no hay una conspiración en marcha contra la monarquía sino una infinita decepción que hace reflexionar a muchos, aunque no cuestionen el marco constitucional. No ama más a España quien defiende la monarquía y acepta conductas reprochables sino quien exige la transparencia propia de una democracia adulta. Los españoles tenemos derecho a conocer los detalles sobre el origen de la sobrevenida fortuna y los negocios del Emérito. Ningún pacto de silencio debe sustraernos la verdad, tampoco ningún prejuicio político debe hacernos aceptar lo indefendible. El presente no puede estar pagando siempre oscuros peajes al pasado. Iluminémoslos.
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