Una vez me dejaron colgada. Como una braga olvidada en un tendal. Llegué, y no estaba. Esperé, y no vino. Nunca vino. Y allí me quedé. Sola. De pie. Dos horas. Pintada, planchada y plantada. Pasando frío con mi vestidito ligero, mi bolso bandolera y ... mis canillas al aire, atildada y producida para conseguir ese aire de «me he puesto lo primero que he pillado en el armario». Había una cabina a un par de manzanas y yo recordaba su teléfono, pero no me atrevía a despegarme de la esquina e ir a llamarle por si, mientras tanto, el pavo llegaba al lugar de la cita, no me veía y se largaba. Porque, a esa edad, ya sabía que algunos hombres no tenían paciencia. Después, aprendí que tampoco tenían palabra.
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Ahora le ha pasado a él. Al negacionista de Almería, digo. Al que llegó a las once de la noche del sábado a una plaza para manifestarse «contra las medidas opresivas de los políticos», me refiero. Al que se atildó y se produjo para conseguir ese aire desenfadado de guerrillero urbano, y salió a la calle con la fuerza de los mares y con el ímpetu del viento, dispuesto a desafiar el toque de queda, a gritar que muera el sistema que le abrasa, que le roba, que le arrasa, preparado para armar la marimorena, para esputarle y a espetarle en la cara a los demás que a él no le limita nadie sus derechos. Llegó, y los suyos no estaban. Esperó, y no aparecieron: los cuatro que pasaron por allí habían sido disuadidos por siete furgones policiales y una veintena de agentes, según cuenta el Ideal en su edición de Almería. El tipo se volvió a casa con las piedras en los bolsillos, sin una historia de lucha que contar, con una bajona tremenda. Ojalá hubiera sido el mismo que me dejó plantada a mí.
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