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Mi nieto Miguel, a sus cinco años recién cumplidos, se siente ya muy mayor porque se compara con su hermano Mario, de tan sólo tres meses. Además, como en el cole está aprendiendo a contar, ha calculado que nunca podrán jugar juntos, porque según sus ... propias palabras, «¿a qué juega un niño de diez años con otro de cinco?».
Me hace sonreír porque, en este momento de su corta vida, cree que les separa un abismo, y eso que yo le he tranquilizado argumentándole que la diferencia es similar a la que tengo con mi hermano y que esa distancia no ha impedido que compartamos muchas aventuras. Porque tengo que confesar que adoro a Esteban desde que vino a este mundo. Por supuesto, como en todas las familias, a veces discutimos y nos enfadamos, pero siempre hemos resuelto los conflictos con afecto y conversación. Normalmente no pasa un día sin que crucemos algún mensaje de WhatsApp, aunque últimamente le telefoneo con más frecuencia porque su hija Amalia ha tenido un accidente de tráfico. Por suerte no ha sido grave, pero con tan mala pata (nunca mejor dicho) que se ha fracturado el fémur, además de que le ha coincidido con las oposiciones de magisterio y la pobre cojita ha tenido que acudir en silla de ruedas. Así que cuando le llamé para conocer los resultados me tuvo que colgar porque estaba en medio de una pequeña odisea. Resulta que le tocó un tribunal en un barrio bastante alejado del centro de Córdoba, que es donde viven, y que antes de que entrar tomaron un café y, con las prisas, se dejaron las muletas. Mientras la futura maestra se examinaba, mi hermano regresó al establecimiento llevándose la desagradable sorpresa de que las habían robado. Así que, a Esteban, que es inasequible al desaliento, se le ocurrió darse una vuelta, para preguntar a los vecinos. Enseguida entabló conversación con un matrimonio mayor, sentándose con ellos en la puerta de casa. El hombre negó haber visto nada sospechoso, y añadió que si necesitaba unas muletas él disponía de un estupendo par. Mi hermano le agradeció el detalle y comentó que no quería causar molestias. Pero antes de que acabara la frase la señora se metió dentro y salió con dos muletas flamantes. Por lo visto, fue tanta la insistencia de los dos ancianos que no tuvo más remedio que aceptar el ofrecimiento. Cuando finalmente Amalia salió del examen no podía creer la rocambolesca historia de sus nuevas y relucientes muletas.
Quizá porque soy de un barrio humilde sé que esos gestos de solidaridad son habituales en estos lugares y que las personas con menos recursos suelen ser las más generosas.
Pensé entonces en lo abandonados que están estos barrios y que es injusto que los gobiernos municipales apuesten sólo por los centros históricos para atraer turismo, en detrimento de los vecinos, encareciendo alquileres y convirtiendo las ciudades en parques temáticos sin residentes verdaderos.
Y como les decía al principio, también pensé en Miguel, que algún día será mayor de verdad. Y podrá comprobar que los hermanos y hermanas son las muletas en las que nos apoyamos cuando, dicho sea de paso, se nos fractura el corazón.
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