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Mi hija Marina trabaja como profesora en Las Palmas de Gran Canaria y, la semana pasada, mi marido y yo fuimos a visitarla. No me ... quejo en absoluto de la oferta cultural de Logroño, pero la ciudad en la que ella vive tiene el doble de habitantes, lo que nos permitió hacer multitud de planes. No exagero: dos conciertos, tres exposiciones y una función de teatro. Ah, y también compartimos una agradable velada con los suegros canarios de Marina. Se puede decir que fue una semana intensa, en la que no desperdiciamos ni un minuto. Incluso aproveché para cortarme el pelo.
Precisamente, en la peluquería ocurrió la pequeña historia que hoy quiero compartir con ustedes. La estilista se interesó por los motivos de mi viaje a la isla. Como es habitual en mí, le conté todos los detalles de mi estancia, sin olvidar mencionar que era el Día Mundial del Teatro y que pensaba asistir a la función 'Un enemigo del pueblo', de Henrik Ibsen. La joven me comentó que le gustaba mucho el teatro, que incluso había sido actriz en la escuela, pero que su salario no le alcanzaba para tantos gastos. Se asombró cuando le mostré la entrada, que, por tratarse de un día especial, me había costado solo tres euros. Añadí que, normalmente, hay opciones para todos los bolsillos. Entonces ella miró el reloj, quizá valorando la posibilidad de ir.
Al hilo de la conversación, y con la tijera en la mano, le llamó la atención mi acento andaluz, así que le expliqué que soy de Granada, aunque llevo casi cuarenta años viviendo en el norte de España. Precisamente en La Rioja que ella conocía porque antes de venir a Canarias había residido en Bilbao. Le pregunté entonces por el lugar de su nacimiento, y respondió con cierta vergüenza que era rusa. Intuí que esa incomodidad tenía que ver con la percepción que se tiene de los rusos desde el inicio de la guerra en Ucrania. Pero la cosa no terminó ahí. Le argumenté que, a mi juicio, Rusia es un país inmenso, no solo en extensión, sino también en cultura y en relevancia histórica. Añadí que, durante la Segunda Guerra Mundial, perdió nada menos que 27 millones de personas en la lucha contra el nazismo.
Comprendí perfectamente su situación; se refería, sin duda, a Putin, un millonario cuyos descendientes jamás tendrán que ganarse la vida lavando cabezas en una modesta peluquería. Me identifiqué con ella porque también siento repulsión hacia el presidente del Gobierno de mi propio país, que pretende destinar 18.000 millones de euros a armamento en lugar de invertir en gasto social.
Para mi sorpresa, durante la función vi a la joven en un palco. La saludé a lo lejos y, quizá solo fuera cosa de mi imaginación, pero me pareció percibir algo nuevo en su semblante. Tal vez —y dicho sea de paso— era el orgullo por el sacrificio de esos 27 millones de rusos que dieron su vida para derrotar al nazismo.
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