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Nunca llegué a conocer personalmente a Peter Brook (1925-2022), pero sí he visitado varias veces su casa: el Théâtre des Bouffes du Nord, en el 10º de París, al Norte, Boulevard de la Chapelle. Un coliseo del último tercio del XIX al que el ... tiempo fue destruyendo hasta dejarlo en los huesos. Su esqueleto, que soporta el interior desconchado de una gran ballena varada, es monumento histórico nacional. Y 'espacio cero' del teatro universal; el espacio que Brook, mágico prodigioso como el Próspero de 'La Tempestad', fue vaciando hasta hallar el tuétano de la naturaleza teatral.
El sábado pasado, día 2, Brook rompió su varita, como Próspero, al final del final de Shakespeare. Pero ha quedado su isla, el Bouffes du Nord, un hueco desnudo que convierte en teatro puro todo lo que aparece en su escena, consistente en las meras paredes del edificio y una embocadura que de suelo a techo alberga y transustancia palabras, objetos y cuerpos. En la mayor parte de los espectáculos que han tenido lugar bajo su bóveda, todo ello se ha asentado sobre una alfombra o sobre una playa de arena. Y sin embargo, habría que remontarse hasta el Globo para encontrar una caja que como el Bouffes du Nord refundado por Brook en los 70, prescindiendo del estilismo del teatro burgués, fuera capaz de recoger el Mundo. El Bouffes du Nord se parece al barrio que lo contiene. La Chapelle no es glamouroso ni fácil. Para muchos resulta, sencillamente, peligroso.
Atravesado por las vías de las estaciones del Este y del Norte y próximo a Barbès, está habitado por un elenco que podría ser el de cualquier espectáculo multirracial de Brook. Las fachadas de sus calles acusan la misma falta de lucimiento o de decoración que las 'no escenografías' que han iluminado por dentro, desde el 'Mahabharata' a 'La Tempestad', las creaciones de Brook. También el sonido de algunas funciones y el del barrio continente han sido indistinguibles.
La desnudez y el riesgo de la Chapelle han contagiado al teatro que se ha hecho de puertas para adentro del coliseo. Son dos textos contiguos. Entrar en el Bouffes du Nord es ingresar en un templo apenas tocado, apenas restaurado. De hecho, te preguntas si realmente está abierto o te has colado en un panteón ruinoso donde no hay nada para representar nada. Una platea a la misma altura que el suelo de la caja, sin foso y con pocas filas de butacas, casi en círculo, a ras, a pie de tierra, abriendo en medio un área a la vez profana y sacra. La iluminación justa, la comparecencia cercana de los actores, casi cuerpo a cuerpo con los espectadores.
La última vez era invierno y ya noche cerrada. Bajábamos de Montmartre, mi mujer, Teresa, y mi cuñado, Justo, de comprar unas telas de Vichy para hacer manteles y (Justo) un gran almohadón. Teníamos entradas para ver el monólogo 'La mujer rota' ('La femme rompue'), de Simone de Beauvoir, dirigida por Hélène Fillères y encarnada por una descomunal Josiane Balasko. Si fue la doble máscara de la tragedia y de la comedia que alterna la gran Balasko o el propio refugio invernal, o la copa de vino anterior a la función, o todo a la vez, el caso es que vivimos los tres un entremés de corral de comedias, cosa que es también el Bouffes du Nord.
De pronto, unos policías que estaban a la entrada de la sala nos cachearon el almohadón y tras reírse y dudar nos permitieron entrar, hasta el primer anfiteatro, donde teníamos las localidades: unas butacas de hierro con no menos de medio siglo. Justo colocó el gran almohadón bajo su butaca y en esas, en la pista, salió la Balasko. Sin duda, hubo momentos, por lo estremecedor del monólogo, la ubicación en la sala y la hora y el atrezzo del almohadón, que parecía estuviéramos soñando.
Finalizó el monólogo, entre aplausos inacabables que cortó la actriz para saludar y agradecer su asistencia –he aquí la razón de la policía– a... François Hollande. Salimos del Bouffes du Nord a la vez que el presidente de la República, con el almohadón y las telas, como si fuéramos los encargados de los baúles de la Compañía de Shakespeare. O sea, de Brook.
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