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El 26 de noviembre de 1991, la madre de cuatro hijos de 11 meses, 5, 7 y 8 años los mató arrojándolos al mar, uno tras otro, desde un acantilado asturiano. Conmocionada por la atrocidad, la sociedad presumió que la mujer no estaría en sus ... cabales («¿qué madre haría eso?»), pero los psiquiatras descartaron que sufriera un trastorno mental y la condenaron a 24 años, de los que cumplió diez al considerarla finalmente «débil mental». Durante el juicio, la mujer trató de culpar a su exmarido de la tragedia alegando antiguos malos tratos y perjuró que los niños cayeron al mar porque los perseguía a pedradas su padre, al que una delirante hipótesis pretendió involucrar en una trama de tráfico de órganos.
Desde que en el siglo V a. C. el dramaturgo Eurípides escenificó el mito griego de Medea, que asesina a sus dos hijos para vengarse de su padre, Jasón, por haberse largado con Creusa (a la que también se carga), el filicidio es uno de los crímenes más terribles, aunque afortunadamente infrecuentes, que sacuden nuestra conciencia colectiva. En España, en siete de cada diez casos (datos del Ministerio del Interior) las asesinas son las madres, como las que hace dos años mataron a sus hijas en un hostal de Madrid (la cual, «con problemas mentales», se suicidó) y en un hotel de Logroño. En otros casos son ambos padres, como los de Asunta (12 años) o el reciente de los pequeños de Godella (3 años y 6 meses), cuya madre no será recluida en una cárcel sino en un centro psiquiátrico. Y otras pobres criaturas, en fin, son víctimas de sus padres, como José Bretón, condenado a 40 años, y Tomás Gimeno, presunto autor de la muerte de sus hijitas en Tenerife, pero ya condenado por una jueza en un auto insólito en el que, sin necesidad de juzgarlo, sentencia que «el padre dio muerte a las niñas de forma premeditada para provocar un inhumano dolor a la madre».
En casi todos los casos de filicidio cometidos en España sobre los que me he documentado llama la atención una notable diferencia, dependiendo de si a los niños los mató el padre o la madre. Si fue ella, tanto en los juicios auténticos que se celebran en las salas de vistas como en los paralelos de la opinión publicada, la cola de la pescadería o la terraza del bar, se tiende a compadecer a la infanticida considerándola una pobre mujer con la mente perturbada por algún trastorno, crónico o transitorio, justificante de un horrendo crimen que nadie calificará como «hembrista». Pero cuando el asesino de las criaturas es su progenitor (pues «no merece el nombre de padre»), entonces estamos frente a un frío monstruo sin escrúpulos, un alevoso maltratador, un sádico criminal machista, un cabrón y un hijoputa. Pero nunca ante un posible pobre hombre perturbado.
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