No conozco, y espero no hacerlo jamás, a una sola mujer que esté en contra del derecho a votar, a tener la posibilidad de pedir un préstamo bancario o iniciar un negocio a su nombre, a estudiar en la universidad, a vestir como desea, a ... viajar libremente, a sentirse segura... En definitiva, a ser en la vida lo que quiere ser, no lo que le hayan dicho que tiene que ser.

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Pero sí conozco hombres, y confío en poder descubrir muchos más, que reconocen que en su trabajo existe desigualdad salarial o que los jefes desdeñan de forma sistemática las ideas de sus compañeras; que identifican los comportamientos machistas no sólo de otros hombres si no los suyos propios y -ese es su gran mérito- los corrigen; que respetan y apoyan a sus subordinadas en el trabajo; que odian la violencia contra la mujer. Hombres libres (no necesitan demostrar nada a sus 'pares'), que hablan poco pero actúan de forma abundante y ejemplar.

Es decir. Conozco a mujeres y a hombres que creen en la igualdad. Así que, de partida, podrían militar en el movimiento político, cultural, económico y social que representa el feminismo. Sin embargo, todos tiene un denominador común: la palabra referente en su vida cotidiana es 'persona', porque a toda persona, con independencia de su género, le asiste el derecho a ser tratada justamente. Por ello huyen de etiquetas pues llevar una vida coherente no exige encasillarse en una doctrina compleja y con múltiples corrientes entre la liberal y la más radical. La dignidad, la tolerancia y la integridad son tan extraordinarias que no precisan de adjetivo alguno para engrandecerse aún más.

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