La perogrullada es una verdad tan evidente que huelga proclamarla. El término lo acuñó Francisco de Quevedo refiriéndose a las verdades de Perogrullo, un personaje mítico llamado Pedro Grillo, o Grullo, a quien se atribuyen afirmaciones tan superfluas como que el uno de enero es ... el primer día del año, que tal día amanecerá al alba y que a mediodía no se verán estrellas en el cielo. Aunque acostumbran a ser simplezas, en esta columna soltaré alguna perogrullada para mostrar que no siempre son tan obvias.

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Los hechos en los que se basan son tan terribles como difíciles de entender: un peligroso depredador sexual y sádico asesino condenado a 30 años es puesto en libertad dos años antes de cumplir su condena sin control alguno de sus movimientos y sin que, no ya sus vecinos, ni la policía sepa quién es, hasta que un día atrapa a un niño que jugaba delante de su casa y lo mata.

Y es que los ciudadanos no entendemos bien qué son el principio de legalidad, el segundo y tercer grado o la libertad condicional, ni sabemos a qué se dedican las Juntas de Tratamiento, los Juzgados de Vigilancia Penitenciaria o la Dirección General de Ejecución Penal y Reinserción Social de la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias, Ministerio del Interior, Gobierno de España.

Pero tenemos muy claro que si el fatídico jueves pasado Francisco Javier Almeida hubiera permanecido encerrado en la cárcel de Logroño cumpliendo su condena, en lugar de andar suelto por Lardero peor que un perro de raza peligrosa, sin correa ni bozal, hoy el pequeño Álex estaría en el colegio en lugar de en la sala de autopsias. Una perogrullada, sí, pero que debería hacer reflexionar a algunos en particular y al sistema judicial en general. Si la excarcelación precoz (e incentivada económicamente por Interior) de individuos como este es legal, habrá que cambiar una política penitenciaria que parece más orientada a proteger los derechos de un psicópata asesino que los de sus posibles víctimas.

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Ante crímenes tan odiosos como el asesinato de un niño, resulta imposible seguir el consejo de la caritativa Concepción Arenal: «Odia el delito y compadece al delincuente». Porque de quienes nos compadecemos es de los pobres padres, hermanos, abuelos, tíos, primos y amigos del pequeño Álex y de su familia, y si odiar a alguien es desearle un mal que por bien nos venga a todos, deseamos que este delincuente condenado por agredir sexualmente a una niña y violar y apuñalar salvajemente a una chica, sometido por «un instinto que no puedo dominar» y que, como vaticinó su abogado defensor, «volverá a hacerlo», esta vez abandone la prisión de la que nunca debió salir, con los pies por delante. Y muerto el perro, se acabó la rabia. Sí, otra perogrullada.

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