Si en verano queremos vivir en una anuncio de cervezas, en invierno queremos vivir en uno de perfumes. Acabáramos: quién no desearía bailar y reír en una fiesta sin fin envuelta en gasas y lentejuelas mientras un tipazo enfundado en un esmoquin le mira con ... ojos golosones, o bañarse en una piscina donde podría amerizar un hidroavión, o callejear por París al amanecer, que no es lo mismo volver a casa subiendo por la rue de l'Abreuvoir que atravesando un callejón lleno de contenedores y pisando cagadas de perro. En la vida falsa y aspiracional, no hay nada que huela mal. Ni siquiera la basura.

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Lo curioso es que, a pesar de nuestro escepticismo crónico, ahí estamos, picando como bobos aun sabiendo que es mentira, que por mucho que olamos a flores cultivadas en Grasse y recolectadas a mano antes del amanecer no seremos ni más altos, ni más guapos, ni más exitosos; nos bañamos en jazmín para vivir en un anuncio y acabamos viviendo en una parodia de Martes y Trece. Pero seguimos comprando perfumes porque también sabemos que un frasco de cincuenta mililitros es la única forma de colarnos en un mundo de lujo que no está a nuestro alcance. Incluso lo seguimos haciendo en este año inodoro en el que no nos hemos podido acercar a husmearnos como los bichos que somos, en el que llevamos la nariz cubierta con una mascarilla, en el que hemos estado a punto de saber a qué huelen las nubes de tanto mirar al cielo por las ventanas, en el que a lo único que olemos es a gel hidroalcohólico, cansancio y hartazgo. Y eso no hay pachuli que lo tape. Qué ganas de oler a alegría. Y a vacuna. Mientras tanto, habrá que conformarse con el aroma de los mantecados recién salidos del horno. Eau de Polvorón.

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