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El fallecimiento de Eduardo Gómez ha desatado una avalancha de elogios hacia su figura y refrescado cientos de las chispeantes anécdotas que protagonizó durante su vida. No podía ser menos. Su experiencia y prestigio eran ingentes y su carisma, irrepetible. No puedo aportar nada al ... respecto. Mi relación con él resultó tangencial porque frecuentábamos secciones distintas en el periódico. Mis conocimientos sobre pelota, gastronomía o la historia de Logroño, migajas comparadas con su descomunal sabiduría en tres de las facetas en las que más prodigó sus crónicas. Sin embargo, fue esa distancia lo que me permitía observarlo bien, espiarlo con ojos de curiosidad infinita. Lo que me llamaba la atención no era su enésima versión de cuándo, cómo y dónde perdió el brazo. Lo que realmente me fascinaba eran las libretas que siempre llevaba consigo y donde lo apuntaba todo. Se suscitaba una conversación, surgía una duda, y Eduardo sacaba un montoncito de papeles anillados del bolsillo de la camisa. Lo desplegaba con su única mano, tomaba luego el bolígrafo y no dejaba de escribir y subrayar. Aquellos cuadernillos eran su disco duro externo. El almacén donde guardaba la información más heterogénea. El nombre correcto de una calle, cualquier curiosidad peregrina. Me pregunto cuántas libretitas de aquellas acumularía. Qué cantidad de datos se apelotonan entre sus renglones. A quién se le podrá ahora preguntar por todas esas cosas imprescindibles y cotidianas que no aparecen en Internet y solo cabían en la memoria de Eduardo.
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