El cerebro es el órgano más complejo de este maravilloso milagro que somos los seres humanos. Es lo que nos diferencia de los animales, aunque algunos igualen o superen a las bestias. Solo representa el 3% de nuestro conjunto corporal y emplea un quinto de ... la energía que consumimos. Una masa de tejido nervioso que se ocupa de las funciones cognitivas y emotivas y del control de actividades vitales.

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Bien. Hasta hace poco pensábamos que solo aprovechábamos una pequeña parte de su capacidad. Eso nos confortaba en cierto modo y, de hecho, muchas teorías se habían fundado sobre la base de que algún día seríamos capaces de rentabilizar plenamente el ordenador de a bordo que guía nuestro comportamiento: el hombre no tendría límites y, entonces, quizá, llegaría a ser realmente humano.

Pero no. Usamos nuestro cerebro al cien por cien cada día. Lo que es trágico, porque ya no podemos justificar la falta de juicio de algunas actitudes particulares y determinadas decisiones colectivas, con fatales consecuencias para la convivencia.

Nos hemos dado de bruces con la realidad y en vista de cómo arrollamos el mundo o nos despedazamos solo caben tres conclusiones: empleamos mal, muy mal, nuestro cerebro; aparcamos en demasiadas ocasiones la cordura de la que también es custodio y nos empeñamos en funcionar sin pensar previamente y con pausa. Sin asegurarnos de que el botón que nos conecta con la razón y el buen juicio permanece encendido.

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