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Aquí no tenemos mar y por eso cada año nos marchamos a buscarlo a Laredo o a Peñíscola, o a donde quiera que el mundo se termina y la tierra se convierte en una extensión de agua que nos devuelve al mirarla los viejos enigmas ... de siempre. Yo he visto esos atardeceres de Grecia, el mar blanco devorando un sol rojo y orgulloso. Esa luz anaranjada bañaba la cara de los ancianos griegos que otra tarde más habían sacado sus sillas a las puertas de las casas para contemplar de nuevo el viejo espectáculo del mundo. Con sus dedos agrietados de pescadores movían los komboloi, unos cordones llenos de cuentas y de abalorios como rosarios sin cruz mientras charlaban y miraban cómo ese mar se iba convirtiendo en el hogar de los viejos dioses, cada vez más oscuro y más profundo. La noche llegaba al Egeo y las luces de las casas empezaban a encenderse. Las gaviotas enloquecían graznando y haciendo giros imposibles en un aire lleno de ruido de cubiertos. Abajo en el puerto un pelícano daba zancadas y abría sus alas ante los barcos. Yo, que había llegado hasta allí desde una ciudad sin mar en medio de un valle perdido en el que los ancianos tienen las mismas grietas en las manos pero de labrar la tierra, contemplaba todo aquello y pensaba lo de Ulises: «Diosa, creo que andas cavilando algo distinto de mi marcha, tú que me apremias a atravesar el gran abismo del mar en una balsa».
Es verano otra vez, y el verano es para mirarse en el espejo del agua, plantar los pies en la orilla, que vengan las olas y se lleven después la arena entre los dedos enterrándolos poco a poco en su abrazo de barro y sal. Pero no tenemos costa y si el cielo es el mar de Castilla, la ola es esa barra de nubes nuestra de la Sierra de Cantabria que baja y no baja nunca, un tsunami blanco que no acaba de llegar aunque a veces uno tenga ganas de que arrase con todo y ponga de una vez el mundo patas arriba. Porque las únicas olas que vivimos por aquí son las de calor y las de la pandemia.
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