Tribuna

Los últimos de Filipinas

«Rechazaron todas las ofertas de armisticio y sobrevivieron en condiciones infrahumanas. Nunca creyeron que España había perdido la guerra...»

Pedro Pablo Matute Tobías

Martes, 17 de diciembre 2024, 21:59

El final del imperio español ha pasado a la historia con amargos recuerdos y después de más de un siglo aún sigue despertando imaginaciones y curiosidades para los que no conocimos la grandeza de esa España donde no se ponía el sol; y no ha ... dejado de ser, a pesar del tiempo, una pesadilla en todos los sentidos, especialmente, en la pérdida de vidas humanas.

Publicidad

Recientemente he recordado aquella efeméride al ver la película 'Los últimos de Filipinas'. Sobre aquel desgraciado acontecimiento mucho se ha escrito, y como ocurre siempre, la historia tiene sus luces y sus sombras, según la óptica de la valoración.

Los Estados Unidos de América acusaron al Gobierno de España del hundimiento del Maine, buque fondeado en aguas de Cuba. Acusación infundada, como luego se demostró: la única razón que tenían para la guerra fue su ansia de expansión, grandeza y poder. En la defensa de aquellas posesiones de ultramar, de aquel imperio español, nuestra flota desplegó con todos sus medios, situándose a la distancia precisa de la armada americana y en el orden de ataque convenido de antemano, con el fin de que la precisión de los fuegos, fuera lo más certera posible, igual que sucedía con las baterías de costa. Su ánimo y su moral eran muy altos, estaban preparados. El deber y el honor se dieron la mano para defender la bandera de España. Habían leído muy bien a los clásicos en el arte de la guerra –«Todos los ejércitos defienden su amor a la patria por mediación de su bandera»– convencidos de que ese proceder no les llevaría nunca a un final sin honor. Visto así, como valientes lucharon y como héroes murieron. Sin embargo la superioridad de la armada americana no dejaba dudas. Era más moderna y numerosa, de mayor tonelaje y calibre, de mayor cadencia de fuego y, sobre todo, y quizás lo más importante, con mayor alcance en sus cañones. Ante la evidencia, nuestra flota se hundió bajo su fuego. Así, los insurrectos alcanzaron la independencia de nuestras posesiones, bajo el patrocinio de los Estados Unidos, que dominó el Pacífico e implantó su idioma.

En aquella contienda, nadie ayudó a España. La ignoraron, la dejaron sola. Las flotas de otros países contemplaban el teatro de operaciones con pasividad, se retiraban de la zona hacia altamar sin ningún sobresalto y ni tan siquiera le prestaron apoyos logísticos. No ocurrió lo mismo con la armada americana que si los recibió disimuladamente. Desde entonces, nuestra flota dejó de ser la primera fuerza militar en el Pacífico.

Un joven oficial de la flota francesa reflexionaba sobre la desventura de los barcos españoles en la bahía de Manila. Sorprendido y emocionado al contemplar aquel desastre decía: «Que nadie difame a las tropas españolas, debemos de rendir tributo a los caballeros españoles por haber aceptado con honor la derrota. El amor de estos hombres por su patria sobrepasa el que sienten por sus vidas, y morirán de sus heridas sin lamentaciones ni quejas. La bahía de Manila es una necrópolis de barcos españoles».

Publicidad

Pero si la gesta de nuestros marinos se llenó de gloria, fue muy superior la de el destacamento que guarnecía en el pueblo de Baler. Tres oficiales, cincuenta soldados y un médico se hicieron acreedores de la admiración del mundo. Durante 337 días fueron asediados en la iglesia de Baler defendiendo la posición, heridos y enfermos, sin víveres, sin ropa ni medicinas, sin agua y escasos de municiones. Rechazaron todas las ofertas de armisticio y sobrevivieron en condiciones infrahumanas. Nunca creyeron que España había perdido la guerra y se resistían a dar por buena la información que recibían. No podían entender que en tan poco tiempo se hubiera perdido la guerra, por eso, la astucia en estado de guerra, la observaron hasta el extremo.

El general filipino don Miguel Malvar, mandó al párroco de su pueblo para decirles que se rindieran. Este párroco era el agustino recoleto riojano don Félix Garcés, de Ausejo, quien aceptó el encargo y llegado al destacamento los abrazó a todos y les arengó para que siguieran defendiendo su puesto con honor y heroísmo. Bien incrustado debían de tener en su mente su himno de Infantería: «Ardor guerrero, gritan nuestras voces, y de amor patrio henchido el corazón. Por saber morir sabremos vencer».

Publicidad

El presidente de Filipinas, Emilio Aguinaldo, publicó un decreto en el que reconocía a las fuerzas españolas de Baler como acreedoras de la admiración del mundo por su valor y constancia. Por tal motivo ordenó que a su rendición no fueran tratados como prisioneros, sino como amigos, y no escatimó elogios. Así, el único oficial con vida pactó la rendición con formalidades honrosas y muy claras. Él y solo él era el responsable de cuanto allá acaeció, relevando de toda culpa a sus subordinados. Así acabó el asedio, y así era su caudal: «Caudal de pobres soldados / Que en buena o mala fortuna / La milicia no es más que una / Religión de hombres horados».

En aquella época, el presidente del Consejo de Ministros del Gobierno de España, era el riojano Práxedes Mateo Sagasta. A su llegada a España, los militares los fueron recibidos con honores por la reina regente María Cristina, madre de Alfonso XIII. Antes, se izó la bandera de España en el continente asiático por última vez, en Baler, gracias a un grupo de militares españoles que pasaron a la historia como 'los últimos de Filipinas'.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

¡Oferta 136 Aniversario!

Publicidad