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Que el pez gordo se come al chico es algo que aprendemos a dar por hecho desde que, ya de bien pequeños, nuestra naturaleza gregaria nos empuja a insertarnos en un grupo humano tendente a la desigualdad. Lo vemos en las dinámicas de patio de ... colegio, en el reparto sexual del trabajo, en la supremacía económica adulta del niño nacido en una familia pudiente o en unos cánones de belleza que premian a quien tenga tiempo y dinero para machacarse en un gimnasio. Es ésta una regla no escrita que se manifiesta en cada bar de viejo devorado por una franquicia, siempre idéntica a sí misma; en cada barrio que expulsa a sus vecinos por una presión irreal, puramente especulativa, en los precios de la vivienda; y en cada colegio rural abocado a la clausura porque los autobuses escolares sólo conocen el camino que lleva a la capital de provincia. Es muy infrecuente, y esto lo sabemos todos, que David y Goliat no intercambien sus roles al saltar del mito a la realidad.
Los peces chicos, pese a todo, queremos creer; pero cada vez lo tenemos más crudo. En las últimas semanas nos lo ha puesto difícil despertar cada día con una boutade de Díaz Ayuso copando portadas, minutos de radio y la franja horaria completa del prime time sólo por haber sido pronunciada en Madrid, ese tiburón blanco que devora hasta a aquellos peces que son cetáceos en su tierra. Tampoco nos lo pone fácil la creación de la Superliga europea, una competición levantada a golpe de talonario que excluye de la ecuación cualquier maracanazo, cualquier alcorconazo, cualquier atisbo de emoción a cargo de un pez chico con coraje y suerte. Así las cosas —y se lo dice una ingenua—, creer en los peces chicos empieza a ser todo un lujo.
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