«Cuando esto acabe no sabremos de qué hablar», dijo Fernando Simón en su comparecencia del jueves. Ni tampoco sabremos de qué escribir, que a servidora la pandemia le está dando tema que te quemas. El coronavirus es el comodín de las columnistas poco imaginativas. ... Como los huevos fritos con patatas, que te solucionan la papeleta cuando no te ha dado tiempo a preparar nada porque estás dándole a la tecla. Aunque sea para hablar (otra vez) de lo mismo.

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A todo el mundo le gustan los huevos fritos con patatas. A casi todos, rectifico: mi amiga Cova los odia. Y Chicote preferiría echarle ketchup a un corte de buey de Kobe antes que meterse un huevo frito en la boca. Pero, al resto de los mortales, les encantan. Especialmente a los que vamos por la vida con una orden de alejamiento de las frituras, contando calorías y comiendo en diminutivo (una ensaladita, un pescadito, una verdurita): entonces, echarte al coleto unos huevos fritos con patatas es comer en aumentativo, que te aumenta la cadera en la misma proporción que el goce. Si, además, le añades una chistorra, se convierte en un placer clandestino, tanto como comerte un hortelano, ese pajarito que se ahoga en armagnac después de haber sido cebado durante veinte días encerrado en una jaula diminuta para que sus huesos sigan siendo cartilaginosos y puedas comértelo de un bocado. Es tal la crueldad que en Francia prohibieron su caza en 1999, y es tal el pecado que los comensales se cubren la cabeza con una servilleta para engullirlos «a escondidas de Dios». Yo me la pongo para comerme unos huevos fritos con patatas a escondidas de mi báscula. Pero, hoy domingo, lo mismo peco: me he puesto a escribir y se me ha pasado hacer de comer.

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