Siete y media de la tarde. El cambio de hora hace días que se hizo efectivo y ya parece noche cerrada. Entre que flota una tenue neblina y las farolas parecen en huelga, se ve poco y mal. Me hubiera gustado coger la bicicleta, pero ... hace rasca preinvernal y tengo que trasladar unas zarrias pesadas. Con un poco de mala conciencia he cogido el coche, aunque conduzco al trantrán. Una mezcla de precaución y disciplina con la obligación de no superar los 30 kilómetros por hora que además me recuerdan las pintadas sobre el asfalto a cada rato. De repente, a lo lejos y en medio de mi camino, un peatón. Lo distingo regular. Lleva las solapas del abrigo subidas, pantalones prietos. Lo que realmente destaca incluso desde la distancia es el pedazo de móvil por el que habla a gritos mientras cruza la carretera. Hay un paso de peatones unos metros más allá, pero él ha decidido pasar de acera a acera por mitad de la calzada. Yo voy lento, pero él más. Con esa conjunción de lentitudes calculo que coincidiremos en un pispás y puedo atropellarlo, así que le lanzo una ráfaga de luz. Ni caso. Al segundo fogonazo gira levemente la cabeza hacia donde estoy yo. Casi veo sus ojos. Cuando espero que levante la mano para disculparse por lo que supongo un descuido o acelere con un trotecillo para evitar males mayores, se quita el móvil de la oreja y me grita algo en el instante justo que paso a su lado y esquiva el coche combando la cadera como un recortador. No entiendo lo que dice. Nada bonito, intuyo. Y me pregunto si el exceso de estupidez también tiene multa.

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