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España está a punto de ser excedentaria en payasos que, bien por convicción (famosillos abrazados como koalas a teorías conspiranoicas sobre el COVID), bien por imbecilidad (mayormente niñatos anónimos), están dando por saco al resto de los ciudadanos que nos afanamos en cumplir las normas ... para frenar la escalada del coronavirus. Solo sea porque es una forma de no entorpecer a nuestros sanitarios y de demostrarles que no olvidamos los aplausos de las ocho de la tarde.
Pero es que, tanto los personajes que viven de las plusvalías de una fama venida a menos, como los pollos arrogantes e iletrados, son extremadamente peligrosos. Digo más, letales. Pues en cada idea que vomitan en las redes sociales –las que no ponen fronteras a la estupidez y la vileza–, o en cada foto o vídeo que suben con «¡lo de puta madre que lo pasamos, bro!» actúan como langostas que diezman cosechas. Caza mayor, me temo. Pues no hay nada más grande que la vida de un ser humano, contra la que atentan con sus disparates.
Entre las payasadas ilustres tampoco hay que desechar el «hemos derrotado al virus» con el que el presidente prologó un 'allá os las arregléis' a las autonomías antes de hacer las maletas con Begoña y las niñas. Aunque no solo abandonó a las comunidades. También a su portavoz Simón, desahuciado ante la opinión pública por una cada vez más extraviada credibilidad, solo comparable en velocidad a la de las dentelladas del coronavirus que nos hostiga.
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