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Nadie debería arrogarse en exclusiva la defensa de la Constitución, algo que solo favorece su desgaste en un clima de frentismo políticoLos actos con motivo del 42 aniversario de la Constitución reflejaron ayer, una vez más, la disparidad de criterios que su articulado e interpretación suscita entre los principales partidos, incluidos los que la apoyaron en su día. En una sobria ceremonia condicionada por las restricciones de la pandemia, el Gobierno y la oposición pugnaron por arrogarse el genuino respeto a la Carta Magna y se cruzaron acusaciones de incumplir un texto que, al ser de todos, nadie debería patrimonializar –como bien apuntó la presidenta del Congreso, Meritxel Batet– porque ello solo contribuye a su desgaste. El frentismo que sacude el debate político queda muy lejos de la lección histórica que supuso su gestación y que las fuerzas parlamentarias harían bien en asumir como ejemplo en una coyuntura tan crítica como la actual: con generosidad y altura de miras es posible alcanzar puntos de encuentro que favorezcan el progreso de toda la sociedad siempre que el adversario no sea confundido con un enemigo.
«Sobran las razones para celebrar no solo la vigencia, sino también la fortaleza» de la Constitución, destacó Pedro Sánchez. La realidad que reflejan sus palabras no puede ocultar que el socio minoritario con el que comparte el Ejecutivo de coalición cuestiona abiertamente aspectos medulares de la norma fundamental y aboga por desmantelar lo que despectivamente llama «el régimen del 78». Ni que los principales socios del Gabinete –el PNV, ERC y ahora EH Bildu– también mantienen una manifiesta animadversión hacia ella y se esfuerzan en negar la calidad de la democracia construida sobre sus cimientos, homologable a las más avanzadas del planeta.
Existen buenas razones para defender la conveniencia de actualizar la Carta Magna a los cambios sociales registrados desde su aprobación y corregir los desajustes que, a la luz de la experiencia, pueda albergar. Esa demanda es tan razonable como irrealizable por una radical polarización partidista que imposibilita incluso los consensos más básicos. La fragmentación parlamentaria, con una feroz competencia en la izquierda y en la derecha, tampoco favorece ese proceso, que es preferible aplazar a un momento en el que el sentido de la responsabilidad de las fuerzas políticas haga posible un nivel de consenso al menos similar al de 1978 en torno a una nueva Constitución que sea una garantía de convivencia entre diferentes.
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