Todos nos equivocamos y a veces lo reconocemos, pero rápidamente lo justificamos ante los demás y nos perdonamos quitando importancia al desatino de que se trate. Benévolos con nosotros mismos nos volvemos implacables con los errores ajenos. Si además ocurre que el protagonista de un ... hecho lamentable no es de nuestro agrado, nos rasgamos las vestiduras hasta despojarle de cualquier atisbo de dignidad. Nos adjudicamos el papel de jueces implacables sin necesidad de toga ni compendios legislativos. Por animadversión condenamos al señalado a la pena de galeras o lo enterramos bajo montañas de insultos de igual modo que absolvemos, o rebajamos de grave a leve, a aquel a quien tenemos simpatía. En román paladino, si algo está bien o mal no depende de un principio moral igual para todos sino que nuestro juicio público depende del día y de la identidad del autor. Nuestra arbitraria justicia fabrica a su conveniencia sus peculiares argumentos para defender o dilapidar en el bar o en el tajo al encausado.
Publicidad
Hago esta reflexión, a vuela pluma, tras leer en las redes y la prensa frases terribles sobre el diputado Alberto Rodríguez, de Unidas Podemos. Tras la participación en 2014 en una protesta ha sido condenado por el Tribunal Supremo a un mes y quince días de prisión por un delito de atentado a agente de la autoridad, sustituida por una multa de 540 euros e inhabilitación para ser elegido cargo público durante el tiempo de condena. Más allá de si es cierto que estuvo o no allí, más allá de si debe perder o no el escaño hay en torno al tema aspectos inquietantes. Lo llaman ahora «el pateapolicías», como si el único oficio conocido de este operario cualificado de una refinería de petróleo y activista social fuera el de ir por ahí dando patadas a los policías desde el amanecer hasta que se mete en la cama. El Tribunal Supremo ha considerado su conducta punible pero, ¿su condena lo inhabilita socialmente por siempre jamás? Observo que quienes más bilis sueltan contra él callan sobre el diputado de VOX condenado por fraude, se olvidan de los saqueadores de las arcas públicas en una larga lista de corrupciones, ignoran a quienes pagaron con dinero sucio una sede política, minimizan el presunto cobro de comisiones ilegales por el rey emérito, que seguro que nunca conoceremos, y un largo etcétera de encubrimientos de conductas tan delictivas como inmorales.
Debe llegar un día en el que llueva a cántaros sobre nuestros prejuicios para limpiar la miseria moral y el ruido ambiental en el que vivimos. La cosa es fácil y antigua. La verdad es la verdad la diga Agamenón o su porquero y además lo que está mal siempre estará mal, lo haga el peón o el rey. Si la ética y la moral dependen de nuestros colores seguiremos viviendo en un estercolero que se alimenta de hipocresía.
¡Oferta especial!
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión
Te puede interesar
Publicidad
Utilizamos “cookies” propias y de terceros para elaborar información estadística y mostrarle publicidad, contenidos y servicios personalizados a través del análisis de su navegación.
Si continúa navegando acepta su uso. ¿Permites el uso de tus datos privados de navegación en este sitio web?. Más información y cambio de configuración.