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Todos nos equivocamos y a veces lo reconocemos, pero rápidamente lo justificamos ante los demás y nos perdonamos quitando importancia al desatino de que se trate. Benévolos con nosotros mismos nos volvemos implacables con los errores ajenos. Si además ocurre que el protagonista de un ... hecho lamentable no es de nuestro agrado, nos rasgamos las vestiduras hasta despojarle de cualquier atisbo de dignidad. Nos adjudicamos el papel de jueces implacables sin necesidad de toga ni compendios legislativos. Por animadversión condenamos al señalado a la pena de galeras o lo enterramos bajo montañas de insultos de igual modo que absolvemos, o rebajamos de grave a leve, a aquel a quien tenemos simpatía. En román paladino, si algo está bien o mal no depende de un principio moral igual para todos sino que nuestro juicio público depende del día y de la identidad del autor. Nuestra arbitraria justicia fabrica a su conveniencia sus peculiares argumentos para defender o dilapidar en el bar o en el tajo al encausado.

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