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El 28 de diciembre, un cariacontecido Conrado Escobar ingresaba con el acto de proclamación de candidatos del PP ya iniciado en el salón de Logroño donde Pablo Casado alzaba los brazos de José Ignacio Ceniceros y Cuca Gamarra como vencedores en el pulso interno por ... liderar las candidaturas al Gobierno y Ayuntamiento de Logroño. El día anterior, reunido el líder máximo del PP con la cúpula riojana de su partido en un hotel de Haro, Escobar había visto sacrificadas sus aspiraciones de encabezar la candidatura logroñesa, en una transacción de última hora que explicaba su ceño fruncido. Acudió al acto del PP, donde recibió una sobredosis de abrazos que más parecían un pésame, porque se lo pidieron expresamente: no tenía demasiadas ganas de presenciar en directo cómo se zanjaba un episodio tan enojoso para sus pretensiones, muy sólidas desde que el comité electoral del PP le señaló como su favorito. Otro órgano interno zarandeado por este océano de convulsiones que es el PP en la era postSanz. Medio partido pidiendo cita al cardiólogo. O a una echadora de cartas.
Apenas tres meses después, Escobar es otro. Un político con fama de Robinson, que hace buena su fama de superviviente. Se dispone a liderar la lista por Logroño luego de un nuevo pacto con pinta de enjuague: Gamarra vuela a Madrid, deja vacante el número por Logroño y Escobar empieza a saborear el retrogusto fetén que le dejaron las patatas con chorizo que se zampó el martes en Cenicero con Casado y la cúpula del PP. Porque sólo dos días después, el jueves, hubo sanedrín en Génova y supo que las patatas traían sorpresa. Que entre Haro y Cenicero media una eternidad. La que separa a diciembre de marzo.
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