Parásitos

Entonces, y para que no se nos caiga la casa encima, cogemos la maleta y nos disponemos a invadir Polonia. O Venecia. O Kioto. Leo en este periódico un artículo de Antonio Corbillón en el que cuenta que las geishas están hasta el moño de turistas. De que les pidan selfis. De que les den la matraca. De que las persigan cazadores de fotografías que se esconden detrás de una máquina de pachinko como Félix Rodríguez de la Fuente se apostaba detrás de un seto esperando al lobo. Los lobos somos nosotros. Unos más que otros, también es verdad, que todavía los hay peores: los que se hacen selfis en Auschwitz, los que se van de vacaciones a Chernóbil o los que visitan favelas en Río de Janeiro pagando viajes que cuestan más de lo que gana uno de los autóctonos en un año.

Pero ninguno nos reconocemos como turistas, no: nosotros somos viajeros, personas ávidas de nuevas experiencias, de conocer nuevas realidades. Acabáramos. Somos unos parásitos. Una infección. Una caricatura de Coronel Tapioca. Nos hemos convertido en el guiri con calcetines y sandalias del que tanto nos reíamos. Y lo que nos queda, que ya se lo decía la gran Paca Carmona a Lauren Castigo: «España no se acaba donde viene el mar, qué va, hay barcas pa seguir». Y aviones pa volar. No hay límite geográfico para la tontería humana.